Hace treinta años, John Jungblut escribió un pequeño folleto titulado On Hallowing Our Diminisment. Es un opúsculo que sugiere maneras como podríamos forjar las humillaciones y adversidades que nos cercan por las circunstancias, la edad y los accidentes, de modo que, a pesar de la humillación que traen, podamos colocarlos bajo un cierto dosel, de manera que quitemos su vergüenza y nos devolvamos algo de la dignidad perdida.
Todos sufrimos adversidades. Ciertas cosas nos llegan por la genética, la historia, las circunstancias, la sociedad en la que vivimos o por los deterioros del envejecimiento o los accidentes que, vistos desde casi todos los ángulos, son no sólo amargamente injustos sino pueden también despojarnos aparentemente de nuestra dignidad y dejarnos humillados. Por ejemplo, ¿cómo afronta uno un defecto corporal que la sociedad juzga antiestético? ¿Cómo afronta uno el hecho de ser discriminado negativamente? ¿Cómo afronta uno un accidente que le deja parcial o totalmente paralizado? ¿Cómo afronta uno el debilitamiento que viene con la vejez? ¿Cómo afronta uno el hecho de que un ser querido fue violado o matado simplemente por el color de su piel? ¿Cómo afronta uno el suicidio de un ser querido? ¿Cómo colocamos estas cosas bajo algún dosel de dignidad y sentido, de modo que lo que es una terrible injusticia no sea una permanente fuente de indignidad y vergüenza? ¿Cómo trata santamente uno sus adversidades?
Soren Kierkegaard ofrece este consejo. Él, que a veces fue ridiculizado públicamente a lo largo de su vida, incluso con caricaturas de periódico que hacían mofa de su aspecto físico (sus “flacas piernas”), ofrece este consejo: Ante algo como esto -dice él- no es cuestión de negarlo, encubrirlo totalmente ni ensayar diversas distracciones y tónicos para amortiguarlo o mantener su nitidez a raya. Más bien debemos hacernos genuinamente conscientes de ello “trayéndolo a completa claridad”. Haciendo esto, lo tratamos santamente. Lo sacamos del dominio de la vergüenza y le damos una cierta dignidad. ¿Cómo hacerlo?
Imaginaos esto como un ejemplo paradigmático: Una joven está caminando sola por un camino desierto y es apresada violentamente por un grupo de borrachos que la violan y matan, y abandonan su cuerpo en la cuneta. Su conmocionada y horrorizada familia y comunidad hacen como aconseja Kierkegaard. No tratan de negar lo que sucedió, ni lo encubren, ni intentan diferentes distracciones y tónicos para amortiguar su pena. Por el contrario, lo traen a “completa claridad”. ¿Cómo?
Recogen su cuerpo, lo lavan, la visten con sus mejores vestidos y entonces tienen un velatorio de tres días que culmina en un gran funeral al que asisten cientos de personas. Y su ritual hecho en su honor no acaba ahí. Después del funeral, se reúnen en un parque cerca de donde vivía ella y, después de algunas horas de testimonio que honra lo que era, cambian el nombre del parque por el de ella.
Lo que hacen, desde luego, no la devuelve a la vida, no borra de ninguna manera la horrible injusticia de su muerte, no trae a sus asesinos a la justicia ni cambia fundamentalmente las condiciones sociales que ayudaron a causar su muerte violenta. Pero sí le restablece, de una importante manera, algo de la dignidad que fue tan horriblemente arrancada de ella. Tanto ella como su muerte están tratadas santamente. Su nombre y su vida ahora hablarán para siempre de algo más allá de la injusticia y la tragedia de su muerte.
Vemos ejemplos de esto a gran nivel en la manera como el mundo ha tratado las muertes de personas como Martin Luther King, John F. Kennedy, Bobby Kennedy, Malcolm X, Jamal Khashoggi y otros, que fueron matados por odio. Hemos encontrado modos de tratarlos santamente para que sus vidas y sus personas sean ahora recordadas de maneras que eclipsen el modo de sus muertes. Y vemos esto también en cómo algunas comunidades tratan las muertes de seres queridos que han sido disparados insensatamente por miembros de una pandilla o por la policía, donde su forma de muerte desmiente todo lo que es bueno. Lo mismo es verdad por cómo algunas familias tratan las adversidades de sus seres queridos que murieron por sobredosis de droga, suicidio o demencia. La indignidad de su muerte es eclipsada por la propia claridad en torno a la misma adversidad traída sobre su muerte. Su memoria es redimida. En resumen, esa es la función de cualquier propio velatorio y cualquier propio funeral. Al traer a claridad la misma indignidad que acontece a alguno, restauramos su dignidad.
Esto es verdad no sólo para aquellos que mueren injustamente o de formas que dejan a aquellos a quienes abandonaron detrás buscando modos de devolverles algo de dignidad. Es también verdad para toda clase de humillación e indignidad que nosotros, nosotros mismos, sufrimos en la vida, desde las heridas de nuestra infancia, que pueden perseguirnos para siempre, hasta las muchas humillaciones que sufrimos en la adultez. No podemos cambiar lo que nos ha sucedido, pero podemos tratarlo santamente al “traerlo a claridad” para que la indignidad sea eclipsada.