De manera deiva y casi esquemática, se podrían señalar tres dimensiones o instancias constitutivas de la sexualidad humana. Tres dimensiones, que -integrando un mismo ‘misterio- están ordenadamente subordinadas y, por tanto, no tienen la misma importancia ni idéntico valor.
- La afectividad.-“La afectividad es considerada como una dimensión fundamental de la persona” (OECS 20). Ahora bien, la afectividad, es decir, la necesidad y capacidad de ser amada y de amar, que constituye el núcleo mismo de la persona humana y que es, por ese motivo, irrenunciable, es la dimensión más honda de la sexualidad humana. Por eso, bajo ningún pretexto y por ninguna razón puede desconocerse, olvidarse o -lo que sería peor aún- ahogarse esta dimensión esencial del ser humano, varón o mujer. Todas esas actitudes, no infrecuentes en la vida religiosa, llevan inevitablemente al deterioro de la personalidad afectiva, al desequilibrio y a la frustración. La virginidad consagrada no implica, de ninguna manera, la renuncia al amor, sino a los límites en el amor. Supone y exige una clara renuncia a todo lo que sea ‘mediación’, exclusivismo o polarización en el amor. Y es, por su misma naturaleza, una nueva forma de amar: la forma de amar propia del Reino. La virginidad es amor desinteresado, gratuito y personal. En ella se ama a cada persona por sí misma, por su inviolable identidad, se la ama sencillamente por amor, porque es ella, sin buscar nada a cambio. “La virginidad es vocación al amor…La virginidad implica, ciertamente, renuncia a la forma de amor típica del matrimonio, pero asume a nivel más profundo el dinamismo, inherente a la sexualidad, de apertura oblativa a los otros, potenciado y transfigurado por la presencia del Espíritu, que enseña a amar al Padre y a los hermanos como el Señor Jesús” (OEAH 31).
“En la virginidad y el celibato, la castidad mantiene su significado original, a saber: el de una sexualidad humana vivida como auténtica manifestación y precioso servicio al amor de comunión y de donación interpersonal. Este significado subsiste plenamente en la virginidad, que realiza en la renuncia al matrimonio el ‘significado esponsalicio’ del cuerpo mediante una comunión y una donación personal a Jesucristo y a su Iglesia, que prefiguran y anticipan la comunión y la donación perfectas y definitivas del más allá” (PDV 29).
Hay que reconocer, sin embargo, con absoluta lealtad, que muchas veces, en la vida religiosa y en la vida sacerdotal, por la forma de entender la castidad y el celibato -más en la línea de la renuncia ascética que en la línea de la oblatividad y de la generosidad en el amor- la afectividad de las personas ha sufrido un notable ‘deterioro’ o, por lo menos, no se ha desarrollado convenientemente. Pero, si esto sucede -hay que advertirlo- es precisamente porque no se vive la auténtica virginidad evangélica, al estilo de Cristo, aunque se practique escrupulosamente la ‘castidad’, como virtud reguladora del apetito genésico. Replegarse sobre sí mismo, cerrándose a los demás, con el pretexto de amar más a Dios y de guardar la ‘castidad’, es una lamentable confusión de ideas y de ideales y un pernicioso engaño, y hasta una ridícula caricatura de la virginidad consagrada, que atrae sobre ella el desprestigio y el descrédito. La ‘castidad’ así vivida es una ‘falsificación’ de la virginidad.
“Por otra parte, al hombre le cuesta mucho comprender y sobre todo hacer realidad, que el amor puede ser vivido en la donación total de sí mismo, sin exiger necesariamente la expresión sexual… Una de las mayores contribuciones que el religioso puede aportar a los hombres de hoy, es ciertamente la de manifestarles, más por su vida que por sus palabras, la posibilidad de una verdadera dedicación y apertura a los otros, compartiendo sus alegrías y siendo fiel y constante en el amor, sin actitudes de dominio ni de exclusivismo”(PI 13). - La condición ‘sexuada’.-Otra dimensión esencial y constitutiva de la sexualidad humana es lo sexuado, es decir, la condición ‘viril’ o ‘femenina’ en que se realiza la vida humana; el hecho de ser varón o de ser mujer, que no es sólo ni principalmente una cuestión fisiológica, sino una cuestión psicológica, espiritual y hasta ontológica, porque afecta al ser entero de la persona. Esta dimensión de la persona humana es también absolutamente irrenunciable, so pena de una nueva frustración que nada tiene que ver con el sacrificio y la renuncia que impone la virginidad o castidad consagrada. Ser religioso, siguiendo a Jesucristo en el misterio de su virginidad ‑ pobreza ‑ obediencia, es una manera muy real de vida humana, una forma específica y original de ser varón o de ser mujer, sin que se deteriore lo más mínimo la propia condición humana de virilidad o feminidad.
Juan Pablo II ha presentado la virginidad como realización del significado esponsal del cuerpo humano y ha afirmado la permanencia, en el otro mundo, de la condición sexuada de la vida humana, y ha dicho que el encuentro definitivo con Dios y con los demás hombres, después de la resurrección, va a suponer “el redescubrimiento de una nueva, perfecta subjetividad de cada uno y, al mismo tiempo, el redescubrimiento de una nueva, perfecta intersubjetividad de todos” (16-XII-1981). Ahora bien la virginidad adelanta -aquí y ahora- este modo de relación interpersonal -de intersubjetividad incluso sexuada- propio de la otra vida. - La genitalidad.-Por último, la genitalidad viene a ser la instancia o dimensión menos profunda de la sexualidad humana. Es un valor esencialmente relativo, ya que su ejercicio sólo vale en función y al servicio de las otras dos dimensiones, que son la afectividad y la condición sexuada de la persona. No vale, pues, por si mismo y en cuanto tal. Necesita la explícita referencia a esas otras dos dimensiones de la persona humana y en relación a ellas se define. El erotismo viene a ser el culto de la genitalidad, a la que se considera como un valor en sí, sin relación esencial -de medio a fin- con la afectividad o con la condición recíproca y ‘complementaria’ de ambos sexos. Por esta razón, el erotismo deteriora la psicología, vacía de contenido toda relación ‘sexual’ y, en definitiva, destruye a la persona.
La renuncia al ejercicio de la genitalidad, por motivos nobles, no pone en peligro, como se ha dicho más arriba, la plena realización de la persona humana, sino que la favorece, en la misma medida en que abre a esa misma persona a una posible relación profunda con otras muchas personas humanas. Esto mismo cabe decir -y con mucho mayor motivo- de la virginidad consagrada, que supone la renuncia a la genitalidad, con todo lo que ello implica, en respuesta a un especial don de gracia y a una vocación.
La afectividad de una persona consagrada queda enriquecida, pues su capacidad de amar crece y se dilata indefinidamente con la nueva aptitud que en ella crea el Espíritu Santo, hasta poder amar con el mismo amor divino y humano de Cristo.