El mes pasado reflexionamos sobre algunos aspectos de este tema y, dada su enorme importancia pedagógica, en esta entrega seguiremos en la misma línea.
Vale destacar que la enorme valía educativa de la Exhortación apostólica del Papa Francisco radica en la integración de diversos planteamientos, experiencias y análisis que, a lo largo y ancho del mundo, la Iglesia ha recogido a través de sus pastores, teólogos, misioneros y comunidades.
En esta perspectiva educativa y global, merece especial atención comprender el alcance de este enunciado: “El Evangelio nos recuerda también que los hijos no son una propiedad de la familia, sino que tienen por delante su propio camino de vida.”
Como sabemos la palabra propiedad refiere al hecho o circunstancia de poseer cierta cosa y poder disponer de ella, así que resultaría incomprensible que entendamos a nuestros hijos como propiedad. Sin embargo, vale la pena que reflexionemos sobre algunos matices educativos que parecerían no tenerlo tan claro.
Pensemos por ejemplo en el comportamiento de padres autoritarios, es decir, aquellos que por medio del control y la coerción imponen sus propias decisiones por sobre la voluntad de sus hijos. No es inusual escuchar frases como: “esto se hace como yo digo”, “porque yo quiero”, “yo sé que es lo mejor para ti” etc.
O, por otro lado, pensemos en el caso de los padres sobreprotectores que, por un exceso de temor, protegen excesivamente a sus hijos y los aíslan de la vida sin permitir que exploren el mundo por sí mismos.
Incluso existen padres que para asegurarse que sus expectativas se cumplan, manipulan emocionalmente a sus hijos con promesas, regalos y castigos a cambio de una obediencia irrestricta.
En el extremo de estas situaciones, también podemos pensar en un tipo de posesión perversa que incluye violencia psicológica, sexual, física y explotación en todas sus variantes.
Como se puede advertir en estos ejemplos, en nuestros días no queda tan clara la diferencia entre amar y dominar; entre cuidar y poseer; entre educar e imponer. En los casos que hemos mencionado, existe una confusión clara de lo que es familia y lo que es propiedad.
Es importante que lo pensemos todos y actuemos en consecuencia pues si tratamos a nuestros hijos como cosas, como seres pasivos que solamente obedecen, no nos extrañemos que de adultos sean esclavos de instituciones, ideas, poder, dinero, placeres, etc. Tengamos en cuenta que solo un ser consciente de su libertad es capaz de darse cuenta de su responsabilidad consigo mismo, con los demás y con el mundo que le rodea.
Es imprescindible por tanto que empecemos en nuestros hogares y que nuestros hijos desde pequeños sepan y vivan lo que es la libertad. Por tanto, permitamos que nuestros hijos experimenten la vida, aunque se equivoquen; evitemos el juicio, la comparación o la descalificación ante sus esfuerzos; fijemos pautas y reglas con base en un diálogo previo, nunca de manera forzosa o con amenazas, premios o castigos de por medio. Permitamos que elijan sus amigos, su vestuario, que exploren sus preferencias, sus gustos personales, etc. Permitamos que decidan pequeñas cosas cotidianas para que reconozcan en cada actitud, acto, palabra o pensamiento las consecuencias que provocan. No evitemos su frustración sino ayudemos a que acepten sus límites como posibilidades de aprender. Propiciemos su curiosidad y la sabiduría del preguntar y dialogar. Incentivemos su capacidad crítica ante los modelos sociales y creencias colectivas.
Nuestros hijos no nos pertenecen. Sus pensamientos no nos pertenecen. Su futuro no nos pertenece, pero sí podemos ofrecerles la oportunidad de conocer su propia libertad y con ello, la posibilidad de su propio y original camino en la vida.
Como dijo el poeta y filósofo libanés Tú eres el arco del cual tus hijos, como flechas vivas, son lanzados. Deja que la inclinación, en tu mano de arquero, sea para su felicidad.
Felicidad que para nosotros los cristianos, se traduce en compartirles también la mayor de las libertades humanas: el anhelo y la búsqueda del encuentro con Dios.