Mis queridos amigos:
Hace tan sólo unos días recibí vuestra carta. En ella me contábais que estábais saliendo del último bache en vuestra relación. De esa desilusión que mutuamente os afectaba, motivada aparentemente por la disparidad en los criterios sobre la educación de vuestra hija mayor, pero que, en realidad, tenía -según reconocéis ahora- raíces mucho más hondas.
La rutina era vuestro pan cotidiano. Vuestro diálogo había perdido su lozanía. Ya no os comunicábais como antes lo hacíais. Os compartíais lo que hacíais a lo largo de vuestras jornadas. Pero todo quedaba en eso. Habíais dejado de teneros esos detalles que os enamoraban al uno del otro. Ya no os comunicábais cómo os sentíais en todo lo que hacíais. Vuestra comunicación era superficial, cuando no brillaba por su ausencia. Era una comunicación con la que no tocábais el fondo de vuestras vidas. Progresivamente os fuisteis separando el uno del otro, haciendo de vuestros mundos realidades paralelas e incomunicadas. Vivíais casados, sí. Pero como solteros.
Cada uno por su parte juzgaba que el otro era el responsable de la situación. Pero ninguno de los dos queríais dar el primer paso para reemprender la comunicación y el diálogo. Estábais llenos de recíproca desconfianza y de desilusión. Cada uno por vuestra parte os preguntábais en vuestro interior cómo era posible que el otro hubiera cambiado tanto, después de todo lo vivido.
La chispa saltó a propósito del choque de vuestros criterios respecto a la educación de vuestra hija mayor. La confrontación fue fuerte. Yo fui testigo. También lo fui de cómo esta batalla os dejó profundamente tristes. Menos mal que reaccionásteis bien. Caísteis en la cuenta de que la confrontación que se había producido entre vosotros no era más que un síntoma de la enfermedad que invadía vuestra relación de pareja. Por eso, percibísteis que no era cuestión de utilizar calmantes para atajar los efectos. Os dísteis cuenta de que había que ir a la raíz. Y hasta allí habéis ido.
Habéis abordado el estado de vuestra relación con sinceridad y confianza. Os habéis puesto en contacto con vuestro sueño más profundo para vosotros mismos y para vuestra relación de pareja y de familia. Habéis dado pasos de acercamiento recíproco en confianza y en escucha. Habéis emprendido el camino de la comunicación y el diálogo. Y poco a poco os habéis ido sanando de las heridas. Con ello, la ilusión ha ido floreciendo como en una nueva primavera entre vosotros dos. Ahora, desde vuestra relación sanada, me decís cómo estáis mucho más al unísono para abordar el tema de vuestra hija.
Como podéis suponer, me llenó de alegría esta unidad a la hora de abordar el tema que suscitó vuestra confrontación. Sin embargo, mucho más me alegró el saber la mejoría progresiva que experimenta vuestra relación. Yo os quiero y, en consecuencia, me alegra vuestro bien. Tanto más cuanto que soy bien consciente de que el bien de vuestra relación hace bien no sólo a vosotros y a los vuestros, sino a toda la comunidad de la Iglesia y a la gente con la que entráis en relación. Me alegro mucho por vosotros. Me alegro por vuestras hijas. Me alegro por la comunidad. Y me alegro por la gente para la que sois sacramento de Cristo y del Padre a través de vuestra relación. Me alegro, porque considero que no merecéis menos.
Esta alegría mía me la produce, sobre todo, vuestro bien y el bien de gente. Es más: considero que me la produciría, aunque yo no hubiera contribuido personalmente a poner mi granito de arena en la mejoría de vuestra relación. De todos modos, el hecho de haber colaborado en este acontecimiento de gracia para vosotros acrecienta mi gozo. Produce una cascada de sentimientos de pertenencia al saberme implicado en vuestra vida. Creo que ha sido esta implicación la que me ha conducido a ponerme a vuestra disposición, cuando habéis solicitado mi disponibilidad. Y también ha sido la que me ha hecho quereros como os quiero. También vuestro cariño me está patente, a pesar de las dificultades que en la relación hemos ido experimentando. Lo importante es que no hemos decaído en nuestro empeño y hemos decidido seguir luchando por hacer crecer nuestra relación.
No os canso más. Sí que os digo que me gustaría que me tuviéseis al corriente de vuestras conquistas y de vuestras luchas, incluso si son de derrota. Os quiero y quiero estar cerca de vosotros. Lo que me queráis compartir considero que es para mí un regalo que, en modo alguno, quiero que os sintáis obligados a hacerme. Quiero que os sintáis muy libres. Y que actuéis desde esa libertad. Al fin y al cabo, estoy convencido de que sois vosotros quienes estáis mejor preparados para ayudaros a salir de vuestros baches. Sois insustituibles en estas lides.
Un fuerte abrazo para los dos, extensivo a vuestra familia
Santa Cecilia, virgen y mártir
Lc 19,45-48. Habéis hecho de la casa de Dios una “cueva de bandidos”.