Un cura de pueblo, sencillamente

Mi coche avanza despacio por la carretera. Cae la tarde. No tengo prisa. Aunque en casa siempre me espera trabajo: hacer la cena, planchar, poner al día algún libro, recibir y atender a alguien en el despacho parroquial… Vivo sólo. De vez en cuando me acompaña David: fines de semana y días de vacaciones. Tiene diecinueve años. Le acogí cuando tenía dieciséis. Es el regalo que me hizo todo un pueblo. ¡Gracias! Ahora vive en Valladolid, en un piso de Cáritas.

 No tengo ningún motivo especial, pero estoy contento. Esta tarde me han acompañado cuatro personas en la celebración de la Eucaristía. Después he atendido a tres adolescentes en la catequesis. EL pueblo es muy pequeño y no da para mucho más.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.El sol se ha ocultado dejando tras de sí encendido el horizonte. De pronto, como si un golpe de luz y de belleza me alcanzara el alma, me siento sumergido en el paisaje. No se precipita sobre mí sino que se abre, magnífico y apacible, a un lado y a otro. Apenas percibo el ruido del motor y el roce de las ruedas sobre el asfalto. Me siento abrazado por todas las cosas. La paz viene a mí tan sencilla y cierta que nada puede turbarla. “Vivir es este encuentro”, (si se han sabido vivir otros; –no pocos, con sombra de cruz y sabor a desencuentro–). La tarde, ya vencida, se ha llenado de sugerencias, ¿quizá de plegarias? Y mi corazón, desnudo ahora como el de un niño, se ha encendido como el horizonte. Todo él es una oración. ¡Gracias, Dios! “Todo es presencia y gracia”.

 Para un cura de pueblo la carretera es espacio esencial en su trabajo

Todos los días hay que ir de un pueblo a otro. Y a mí, con cierta frecuencia, la carretera –cómplice de una mano invisible, amiga– me regala instantes de luz y de gracia que nunca merezco. ¿Será porque me gusta confiar mis sueños a los caminos? ¿Será que la luz que se esconde ha aprendido a despertarme el alma? Sea como sea, lo recibo como jornal de gloria. Mi mejor paga.

 ¿Cómo olvidar aquel ajetreo en tierras de Almería? De Huercal-Overa a Goñar, de Goñar a Las Norias, de aquí a San Francisco, después a Santa María de Nieva…, por carreteras, ramblas y caminos. Era importante estar con la gente, y no sólo en los momentos de las celebraciones litúrgicas. Qué saltos daba el coche, con frecuencia a excesiva velocidad, por aquellas ramblas. Y qué gritos –después risas– de las hermanas Claretianas que solían acompañarme. ¡Cuánto corazón pusimos, hermanas! Sobre todo, vosotras. Yo era y soy más egoísta… ¡Y cuánto corazón recibimos! Almería fue el principio de mi experiencia como cura diocesano. Hasta entonces había vivido y trabajado en comunidad como religioso Claretiano.

 Después llegaron los pueblos de Valladolid. La Unión de Campos, Urones, Valdunquillo, en una primera etapa. Posteriormente, y ya integrado en esta Diócesis, Cuenca de Campos, Tamariz y Moral de la Reina. (¡Siento que os he querido y os quiero!). Ahora, desde hace unos meses, Mojados y Aldea de San Miguel. Y siempre el deseo de hacer pueblo.

 
Traigo a la memoria y al corazón a tantos compañeros que tienen a su cargo tres, cuatro o más pueblos. Con vuestros nombres, amigos Javi, Dioni y José Ignacio, nombro a todos.

 Un amigo, poco después, me preguntó extrañado: ¿qué haces tú en esos pueblos? Estoy, que no es poco, le respondí. En la mayoría de los pueblos ya no está el médico y han cerrado las escuelas… ¿Quién apuesta por ellos? Los curas permanecemos. Pero no vale cualquier presencia. Sólo vale una presencia fiel, una presencia elegida cada día. Siempre humilde. Me pregunto si seré capaz de encarnar esa presencia. Y os confieso que tengo miedo, miedo de mí mismo. ¡Es tan fácil ponerse al borde del precipicio de la mediocridad, la desilusión y la apatía…! “No nos dejes caer en la tentación, Padre”.

Muchos pueblos se mueren lentamente. ¡Cuánta resignación! ¡Cuánto silencio! Unos pocos intentan ponerse en camino en una travesía oscura e incierta. Al cura le toca enterrar a sus muertos y, aunque le duela el alma, permanecer vivo. La pregunta es esencial: ¿De qué forma el Evangelio llegará a ser, también aquí, Buena Noticia?

Hago esfuerzos por tocar su alma. Pero, ¿dónde está? La mentalidad moderna y postmoderna, que se cuela sobre todo por la “ventana loca”, les está robando el alma. En los mejores momentos (proyectos comunes, luchas compartidas, gestos solidarios, fiestas, encuentros…) aún se asoma, noble y humana. El alma del pueblo. Son momentos de resurrección. ¡Aún quedan raíces sanas capaces de levantar y sostener un sueño! Raíces que, ojalá sean parábola del Reino.


Pero, ¿quién no lo sabe?, los caminos del Reino no son fáciles. Nunca han sido fáciles. Y yo apenas tengo fuerza y luz para mantener despierto mi pobre corazón. Mirando de frente las necesidades de mi gente siempre descubro mis manos vacías. ¡Oh, si un día se realizara también en mí lo que alguien ha llamado “dulce milagro de nuestras manos vacías”! ¡Recibirían de mí aquello que no sé dar, aquello que ni siquiera poseo!

Salgo muy poco de los pueblos. Lo estrictamente necesario. Ni siquiera por vacaciones. (Este verano me iré una semana). Así se concreta mi decisión de estar con ellos. Quiero estar… Quiero que me encuentren. Quiero que no me falte tiempo para leer y estudiar, para preparar bien todas mis tareas. Quiero que me lleguen sus latidos… Y quiero aprender a leer ese libro que es la vida. ¿Cuáles son sus esperanzas, sus sueños, sus sufrimientos…? No quiero ignorar ninguna de sus preocupaciones legítimas. No, no olvido que también es necesario que me aleje. No para huir. Para lograr esa distancia que me permita ver con objetividad el conjunto.


Cuando trabajaba en Madrid la ciudad me desbordaba siempre. En la ciudad das dos pasos y empieza la multitud, la lejanía, lo desconocido… En un pueblo es bien distinto: tienes la sensación de que lo abarcas. (Bien sé yo que nadie puede abarcar a un pueblo, aunque éste sea muy pequeño). Vives casi al instante las noticias de la vida y de la muerte. Te conocen todos y les vas conociendo. Con cada persona que se acerca viene todo el pueblo. La aceptación y el cariño te llegan en la calle, en el bar… También la indiferencia o el rechazo. Mi padre –me dijo un día un niño antes de comenzar la catequesis– dice que todos los curas sois unos ca… (las tres sílabas sonaron claras y sin malicia). No te preocupes –le dije–, lo importante es que tú y yo nos llevamos bien. Asintió y se quedó tranquilo. A los dos días me encontré cara a cara con su padre.

 La gente ha aprendido deprisa a vivir tranquilamente sin Dios

 Hay algo que me ocupa y me preocupa hasta quitarme el sueño. Sobre todo desde que he llegado a Mojados. La gente ha aprendido deprisa a vivir tranquilamente sin Dios. Dios ni ocupa ni preocupa. En las generaciones jóvenes el problema es alarmante. Dios no interesa. Me duele hacer esta afirmación. Algo en mí me pide que la escriba entre interrogantes: ¿Dios no interesa?

 Tengo que decirlo: considero que es una desgracia no tener Fe y ahogar ese anhelo irrefrenable de Tierra Prometida que nos habita. Ahogado ese anhelo, esa verticalidad tan propia de lo humano, se recorta el horizonte de todas las búsquedas, se borra el más allá de todos los caminos y se nos escapa, como un globo de la mano de un niño, el cielo al que apuntan las grandes preguntas. Se diluye lo eterno. Y el único sabor que nos queda es el sabor a tierra. ¿De qué forma nos levantaremos a nuestra propia dignidad?

La mayoría de nuestra gente (hablo también de los creyentes) no perciben como una desgracia esta situación. ¿Estaré yo equivocado? Necesito volver al Evangelio para escuchar de boca de Jesús: “Tu fe te ha salvado”; “si tuvierais fe como un grano de mostaza…”. Me producen escalofríos estas palabras del profeta Amós: “Mandaré hambre a la tierra, no hambre de pan y sed de agua, sino de oír la palabra del Señor. Entonces vagarán de mar a mar, de norte a levante andarán errantes buscando la palabra del Señor, y no la encontrarán”. (Am 8,11b-12). Quiero tener fe y sed y hambre…

¡Hay que hacer algo! Hay que… Pero, ¿qué puede hacer un pobre cura solo? ¿Dónde está la comunidad cristiana que vive lo que anuncia, que convoca, que provoca…? Estos tiempos requieren vino nuevo y odres nuevos. Lo sabemos. Y sin embargo, seguimos fuertemente atados a costumbres y tradiciones. (No, no soy de los que piensan que se impone eliminar la religiosidad popular para volver a adorar a Dios en espíritu y verdad. Atiendo, cuido con cariño y renuevo todo aquello que es significativo y que se ha integrado en la psicología y en la cultura del pueblo). Presento nuevas propuestas, ofrezco nuevos cauces de expresión, de participación… Propongo, invito,… ¿Terminaré siendo cura de una pastoral de mantenimiento?

El proyecto de una pequeña comunidad parece borrarse hasta de los papeles. Los caminos de la corresponsabilidad y el compromiso están… ¿vacios? Casi vacios. Me siento solo. Es ésta, la soledad que más me duele. Creedme.

¡Ten paciencia!, me dicen quienes comparten mi soledad. Confieso que he pecado de impaciencia y desaliento. me he propuesto tenerla. No olvidar que soy pecador. Y recordar todos los días que hay mucha gracia de Dios en cada lugar y pueblo. Lo sé. Lo creo. Por algún lugar empujará el Espíritu. Por alguna rendija nos llegará el tiempo de Dios.

Mientras tanto, nada de brazos cruzados. Descubro esta soledad y este desierto como una oportunidad que se me ofrece: espacio y tiempo de renovación, de conversión. “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme”. Quiero ser un creyente alegre y humilde. Sencillamente.

 Filosofía Campestre

 Y cuando llegó a la iglesia se desahogó con el Cristo del altar mayor. – Esa gente que necesitaría una lección –dijo don Camilo–. Mandadles un ciclón que haga volar todo. El mundo se ha vuelto maldito, lleno de odios, de ignorancia y de perversidad. Hace falta un diluvio universal. Moriremos todos, se hará la cuenta final, cada cual se presentará ante el tribunal divino y recibirá el castigo o el premio que merezca.– El Cristo sonrió.
– Don Camilo, para llegar a esto no hace falta un diluvio universal. Cada uno está destinado a morir cuando le llega el turno y a presentarse ante el tribunal divino para recoger el premio o el castigo. ¿No es lo mismo aunque sin cataclismos?
– También eso es verdad –reconoció don Camilo,
Pero luego, como en el fondo le disgustaba un poco renunciar de lleno a la idea del diluvio, trató de salvar lo que fuese salvable.
– Si cuando menos pudierais hacer llover un poco. El campo está seco, los embalses de las centrales están vacíos.
– Lloverá, lloverá, don Camilo –le aseguró el Cristo–. Desde que el mundo es mundo siempre ha llovido. La máquina está combinada de tal manera que en un momento dado debe llover. ¿O eres del parecer que el Eterno se haya equivocado en la organización del universo?
Don Camilo se inclinó
– Está bien –dijo suspirando–. Comprendo perfectamente la justicia de lo que decís. Pero que un pobre cura de pueblo no pueda siquiera permitirse pedir a su Dios que haga llover aunque sea dos baldes de agua, perdanadme, es desalentador.
El Cristo se puso serio.
–Tienes mucha razón, don Camilo. No falta sino que tú también hagas una huelga de protesta.

(G. Guareschi, El pequeño mundo de Don Camilo)