Tiene un amanecer temprano. Son las cinco y media. Y la luz que empieza a hacerse con pájaros en los árboles. Los juanjuinos, caminando hacia el mercado. Y otros muchos ruidos, ya a estas horas, de un pueblo que apenas tiene sueño. Recibo un nuevo día que poco a poco va viniendo. Abro el grifo del fregadero y lavo todo lo sucio de la cena anterior. No te enfades, mamá. La cena la hacemos a la luz de una vela; hay restricciones por escasez de petróleo y la luz del pueblo no funciona. Por eso dejo la “fregadura” para una mañana luminosa… Preparo café con soltura. Nos sentamos para rezar juntos, algunas veces con fondo de Bach, Mozart, Liszt, Vivaldi, Pachelbel, Haydn, Corelli… La tocata y fuga en re menor, Conciertos de Brandemburgo, Sueño de amor, Preludios… Y la oración se dibuja visible. Qué fácil es llegar después a descubrirle a Él en los que de algún modo se rozarán después contigo: esos pobres. Y la oración termina.
Me voy a hacer la compra para el desayuno. “Adiós, padrecito”, me saludan. Compro un bote de leche, mantequilla, café, azúcar, atún en conserva, algún dulce como extraordinario. No hay problema, todo está abierto a cualquier hora: a las siete de la mañana, a las dos de la tarde, a las diez y media de la noche. También los domingos. El mercado es un hervidero a las cuatro y media de la madrugada, con velas y candiles que parpadean dentro del recinto.
Hago mi compra y regreso a casa. La pequeña cocina a kerosene se pone en funcionamiento; preparo con mantequilla unas tostadas. Más tempranito que yo, Mino ha ido al mercado y ha comprado piña y otras frutas. Batimos unos huevos, echamos un poco de leche y un poco de vino de misa… ¡Menudo lo que sale! Así de sencillo.
A partir de este desayuno familiar, se abre un periodo indefinido en el que comienzan a sucederte cosas y más cosas. Inesperadas, unas; otras, cotidianas pero hermosas por ser reales. Como pudiera hacerlo san Martincito, ante el que han ardido durante toda la noche velas y velas que niños, adultos y hasta borrachos encendieron, con una escoba en ristre doy una pasadita a la casa.
He salido. Se me acercan niños y adolescentes. Uno de ellos lleva enroscada en la muñeca una culebra, sujetándole con los dedos la cabeza. “Se la vendo, padrecito”, me dice poniéndola a escasos centímetros de mi cara. Discretamente le dije que por el momento no necesitaba nada parecido. Y con sobresalto que nadie vio, creo, me fui deprisa. Un guardia pedalea despacio en su bicicleta, camino de su casa después del servicio de la noche. Críos pequeños rondan ya por la plaza preguntando a los que pasan: “¿Lustra?, ¿una lustradita, amigo?”. Y multitud de jóvenes que, sentados en los bancos, esperan a que alguien les contrate. Terminados sus estudios de bachillerato, no quieren ir más a la chacra con sus padres. Sin aspiraciones a penas, sin posibilidades para poder decidir otro futuro, están sentados simplemente.