Un gran profeta se ha levantado entre nosotros

    En los medios tradicionales del catolicismo popular, entre las categorías de personajes religiosos que se salen de la fila, figuran los profetas. Los profetas, prehistoriadores del futuro, superan la barrera del tiempo y cuentan lo que está por ver.

    Si de golpe, a lomo de estas nociones, nos trasladamos a los medios del judaísmo popular de tiempos de Jesús y escuchamos el testimonio «un gran profeta se ha levantado entre nosotros», lo primero que se nos ocurre pensar es que acaba de cumplirse una de las predicciones del Nazareno. Pero la lectura del pasaje en que aparece esa aclamación nos saca de engaño. El comentario ha sido provocado por la resurrección de un muchacho a instancias de Jesús. Salta, pues, a la vista que este profeta es algo más que un hombre que tiene despejadas unas cuantas incógnitas del futuro. Su profecía tiene otras medidas.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.     ¡Sin duda que el profeta es hombre de la palabra, y claro que la palabra de Jesús tiene que ver con el tiempo! Y mucho que tiene que ver; él no pronuncia un discurso intemporal, sin adverbios de tiempo, sin fechas, sin año de promulgación. También es evidente que dice cosas que tienen que ver con el porvenir: los evangelios recogen toda una colección de predicciones sobre el futuro que aguarda al propio Jesús, a sus discípulos, a la urbe (Jerusalén) y al orbe mismo. Pero todos estos árboles profético-apocalípticos no han de impedirnos ver el verdadero bosque de la profecía de Jesús, que señala la llegada del tiempo-eje de la historia. Esa venida no se anuncia para Dios sabe cuándo. Al contrario, el tiempo eje está haciendo su entrada de la mano de este mensajero singular. Porque él es el profeta que fue profetizado (Lc4,21, con referencia a Is 61,1-2), lo mismo que es el predicador que será predicado.

    Si su tiempo es el tiempo-eje, y él el profeta profetizado, es justo que su palabra no se entretenga, una vez más, en dar largas; se aprestará a proclamar el tiempo cumplido y a poner nombre al presente: lo llama redondamente «el año de gracia del Señor». Las dotes de profeta de Jesús no se cifran en conocer calendarios todavía remotos de la gente y en estar al corriente de sus respectivas agendas. Lo que él conoce y da a conocer es el calendario de Dios, las actividades programadas en la agenda divina para todo el «año de gracia» que se inaugura un sábado en una sinagoga, las fechas y horas marcadas con rojo y reservadas por Dios para su encuentro con el pueblo que lo aguarda. Jesús acredita su condición de profeta al mostrar ante las miradas al Dios cercano y salvador que entra en las casas, cruza por las calles y plazas, redime el tiempo y vuelve habitable el mundo.

    Pero no creamos que este hombre no se mete con la agenda de sus interlocutores. Revela tener verdadera madera de profeta por su poder para exorcizar nuestros demonios familiares y para despertar las energías para lo bueno que yacen en lo oculto de cada persona. Sabe que hombres y mujeres están habitados por,un deseo profundo de santidad y pureza, de justicia y misericordia, de perdón y entrega. A cada cual lo confronta con su verdad personal. Desenmascara nuestra falsedad, bendice nuestra tristeza por el mal humanamente irreparable que hemos hecho, redime a todo el que se deja redimir; y sigue promoviendo para la inacabable humanidad nueva a todo el que se deja promover. Pero al tiempo invita a cada uno a hacer sus cuentas con el Malo y a pagar el precio a pagar para ganarse a sí mismo.

    Para decir todo esto manejará Jesús los símbolos mayores que sujetan nuestro lenguaje creyente: Padre, Reino de Dios, Cruz. Y mostrará una gran capacidad para desplegar la riqueza y las implicaciones de los grandes símbolos en toda una red de símbolos menores, consignas, máximas, alegorías y parábolas. Repasemos las bienaventuranzas: en ellas ensambla experiencia y esperanza, necesidades y nostalgia, historia concreta (sobrellevada con dignidad o llevada adelante con pasión) y promesa de Dios. Esa profecía esta libre del poder coercitivo con que las instituciones sociales refuerzan sus palabras, pero tiene la vibración y la luminosidad de una palabra cargada de autoridad.

    Jesús fue un «profeta poderoso en obras y palabras» (Lc24,29). El caso de Naín lo prueba. La agenda de Jesús no se redujo a pronunciar «buenas palabras» sobre el buen obrar de Dios y sobre el buen obrar humano. Su obrar entero fue profecía de Dios y profecía de humanidad nueva. Jesús nació con un pan bajo el brazo: la voluntad de su Padre, el encargo concreto recibido de El (cf Jn 4,34). Y murió pocas horas después de pronunciar su última profecía una noche en que tomó pan, lo partió, se lo dio a los discípulos y les dijo: «tomad y comed, porque esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros».