Cuando comencé a escribir esta columna, anticipé que de vez en cuando haría una columna que tratara más exclusivamente sobre mi vida personal. He tratado de moderarme en esto y, en los 28 años que llevo escribiendo esta columna, probablemente he escrito menos de diez artículos cuyo centro de atención fuera mi propia vida. Cuando lo hice, fue casi siempre para compartir con mis lectores un cambio mayor en mi vida.
Esta columna de hoy es uno de esos escritos personales. Mi vida personal está experimentando un cambio importante, aunque no tiene que ver con una mudanza a un nuevo trabajo o un destino a una nueva ciudad. Esta columna de hoy tiene que ver con mi salud:
A principios de mayo fui a un chequeo rutinario de colonoscopia y el doctor descubrió un tumor canceroso en mi colon. La buena noticia fue que se lo descubría relativamente a tiempo, antes de que hubiera síntomas. Me citaron para una operación quirúrgica a principios de junio y extirparon el área afectada, junto con una serie de nódulos linfáticos. La operación, aunque bastante invasiva, salió bien, pero algunos nódulos linfáticos habían sido ya afectados, lo que significa que el cáncer no se reducía necesaria y plenamente al tumor. Me he recuperado muy bien de la cirugía, aunque la recuperación duró algunas semanas. Un oncólogo me advirtió que la prudencia dicta que haya un tratamiento de seguimiento después de la cirugía, a saber, seis meses de quimioterapia. También me aseguró que el pronóstico a largo plazo es bueno, pero que, como toda clase de cáncer, nada es realmente seguro hasta que de verdad es seguro. Lo más probable y prometedor es que habrá curación, pero no es totalmente seguro. Comenzaré el tratamiento de quimioterapia a principios de agosto y tendré que afrontar una cierta experiencia-de-desierto durante los próximos seis meses. Esto no es una súplica pidiéndoos conmiseración. Comparto esto con vosotros porque uno comparte este tipo de cosas con su familia; y vosotros sois mi familia de lectores. Apreciaré vuestras oraciones, mientras confío que no me diluviéis con correos electrónicos, tarjetas postales y cartas. Lo que nos damos mutuamente dentro del cuerpo místico de fe, familia y amistad no necesita proclamarse para ser efectivo.
¿Dónde me sitúo, pues, con todo esto?
Inicialmente, especialmente antes de la operación quirúrgica y de los análisis posteriores que revelarían con mayor precisión los límites del cáncer, es comprensible que yo sintiera una buena dosis de miedo y paranoia. No es fácil controlar tus temores y tus pensamientos cuando tu próxima visita al doctor pueda significar una sentencia-de-muerte. Con el tiempo, sin embargo, y no precisamente por el pronóstico a largo plazo que ahora parece bastante positivo, he comenzado a sentir una paz profunda en medio de todo esto. Confío en Dios y sé que estoy en buenas manos, pase lo que pase. También confío en los médicos profesionales con los que me he estado tratando. Han sido maravillosamente competentes e infinitamente amables. ¡Qué gracia especial para todos nosotros la pericia de los doctores!
Pero esa paz del alma se muestra también en una serie de verificaciones que, antes de esta enfermedad, eran para mí sólo teorías abstractas. Algunas cosas son infinitamente más reales para mí ahora: Conozco ahora de modo existencial que la vida es frágil, que la salud es algo precioso y que tiene que apreciarse en vez de tomarla a la ligera. Sé también de modo existencial que no podemos proteger nuestras propias vidas, por más esmeradamente que lo intentemos. La fe y la esperanza están entrando a raudales en mi vida como nunca anteriormente.
Lo mismo ocurre con el amor.
En general, no consideramos seriamente a la familia y a los amigos cuando somos jóvenes y fuertes y vivimos bajo la ilusión de que la muerte no es realmente algo real para nosotros. Nos damos cuenta de que la familia y la amistad son para nosotros una gracia tan profunda sólo cuando estamos plenamente a tono con nuestra propia vulnerabilidad; por lo general, también, es sólo entonces cuando efectivamente permitimos a otros que nos amen.
Y hay otras lecciones profundas en todo esto para mí: He estado forzando mis máquinas muy duramente durante mucho tiempo, eludiendo balas mientras trabajaba y abarcaba demasiado. Así, muchas veces en los últimos años, en trances de sobrefatiga, prometí a Dios que reduciría la marcha de mi vida, precisamente tan pronto como se acabara aquella particular tarea o compromiso.
En efecto, con frecuencia, estando en oración, pedía explícitamente a Dios que me concediera frenar mi marcha voluntariamente y a gusto, y que no tuviera algún día algún colapso que me obligara a hacerlo por la fuerza. Como el joven Agustín, yo rogaba: “¡Fréname, Señor, pero todavía no!” Por fin, el diagnóstico de mi cáncer está haciendo por mí lo que no pude por mí mismo. Mi oración ahora es: “¡Concédeme, Señor, aceptar esto con elegancia y fortaleza, y como una gracia especial de ti!”
Una última lección: Si después de la quimioterapia aterrizo de pie, con salud y siendo “yo-mismo” de nuevo, espero tener suficiente fuerza de voluntad para no volver a mi antigua vida, agradecido por haber evadido una bala y listo para la tarea como siempre. En cambio, como el único leproso que regresó para agradecer a Jesús la curación en vez de volver a su vida normal, ruego que la gracia de esta “visitación” sea la alquimia que he necesitado durante tanto tiempo para hacerme virar asiduamente con gratitud hacia Jesús y hacia el momento actual.