Un padre, un hermano, un amigo

6 de noviembre de 2009

Hola, amigo!

Llevo poco más de cuarenta años de sacerdocio. Cronológicamente tengo ya una cierta edad, lo reconozco (¿cómo no?). En el espíritu -te seré sincero-, me siento todavía más bien joven (sin exagerar…), quizás porque frecuento mucho el ambiente estudiantil.

(JPG) Te voy a manifestar una serie de sentimientos que experimento y he experimentado, y sobre los que he reflexionado infinidad de veces. Y te los voy a contar sin tapujos, porque ya sé que es así que los jóvenes queréis que os hablemos los “mayores”. A este propósito, recuerdo la frase que me soltó a bocajarro un muchacho en una reunión, cuando yo estaba todavía estudiando: “Pepe, no nos hables de lo que estudias, ¡háblanos de lo que vives!”. Pues, ahí va.

Ya sé que ser sacerdote hoy día en nuestra sociedad no está de moda, y que hay quienes te evitan o desprecian porque lo eres: lo pongo en el presupuesto de mi vida y no le doy mayor importancia. No deja de tener incluso sus ventajas, aunque a veces te moleste: la ventaja de ser sacerdote por convicción y a mi manera, y no por prestigio, por motivos sociales, por espíritu de “clase clerical” o… “casta”. En el fondo, resulta más evangélico. ¡No hay mal que por bien no venga!

¿Si me he arrepentido de veras alguna vez de ser sacerdote? Pues, la verdad, permíteme que te diga honestamente: no. Lo cual no quiere decir que haya sido siempre fácil, ni mucho menos. Si siempre brillara el sol o siempre lloviera, no habría cosecha; se necesitan ambas cosas alternándose.

¿Cuál es o ha sido el mayor sacrificio? Varios. Ciertamente que hay momentos en que sientes con fuerza la falta de una presencia femenina a tu lado con la cual compartir la vida, el amor, las alegrías y las preocupaciones, un abrazo profundo. A veces tengo la clara sensación de que, si la hubiera tenido, hubiera superado mejor o más fácilmente algunos límites míos que todavía arrastro. Sin embargo, el mayor sacrificio quizás haya sido el de los hijos y los nietos (aunque sólo Dios sabe lo que hubiera sucedido…); pero, eso me ha servido mucho para considerar y tratar a no pocos como a hijos míos, en el mejor sentido de la palabra: ¡qué experiencia tan profunda, incluso humanamente, ver que hay quienes te consideran como a su verdadero “padre” para ciertos aspectos o momentos importantes de su vida! Y te podría contar tantos casos… Es un poco aquello del ciento por uno (Mt 19, 29).

¿Qué es lo más sublime del sacerdocio? El hecho de ser en alguna medida el “sosia de Cristo” para los demás, cuando les anuncias la Palabra, cuando celebras los Sacramentos, cuando tratas de dar un buen consejo sin perderte por las ramas ni pedir imposibles… Y, desde el punto de vista humano, un compañero sencillo, cordial, el amigo del que te puedes fiar sin más porque por ti daría la vida (Jn 15, 13-14) y, dentro de lo que cabe, competente en lo que se refiere a la vida y a la fe. Eso es el sacerdote: un padre, un hermano, un amigo. Como lo era Cristo. El sacerdote, efectivamente, no es un carabinero, un guardia civil o un policía, ni un juez que sentencia y condena, ni mucho menos un inquisidor; sino un hombre entre los hombres, un cristiano entre cristianos, que necesita -como todos- el contacto humano con los demás y el testimonio de fe de los creyentes, porque no es ni un ángel ni una piedra (Hb 5, 1-4); pero, al mismo tiempo, llamado a ser, como su Maestro: “el hombre para los demás”; alguien cuya misión es escuchar y perdonar, acompañar, animar, felicitar…, dispuesto siempre, como Jesús, a lavar los pies (Jn 13, 2-15), consciente de que no está ahí para ser servido, sino para servir y dar la vida (Mt 20, 26-28; 23, 8-12); tierra de encuentro y tierra de paso: uno que acoge siempre (“El que venga a mi, yo no lo echaré fuera”, Jn 6, 37) y señala el camino justo: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5). Hombre de esperanza y serena alegría, no ingenuo sino bueno, confiado y confidente, mensajero de un mundo más fraterno, que se da a todos sin pertenecer a nadie en exclusiva, que goza haciendo el bien sin mirar a quién, más feliz en dar que en recibir (He 20, 35; Rom 12, 8; 2Cor 9, 7); que trata de vivir de manera que un día puedan cumplirse en él los versos de un sacerdote poeta (J. L. De la Torre): “Al final del camino / sólo me dirán: / ¿Has amado? / Y yo no diré nada, / abriré mis manos vacías / y mi corazón / lleno de nombres”.

El sacerdote es, además, uno que tiene el privilegio de ser contínuamente enriquecido por los otros -santos, tibios o pecadores que sean-, porque la confianza con que a veces las personas se te abren simplemente “porque eres sacerdote”, y te piden que les acojas con comprensión y misericordia, que les perdones en nombre de Dios, que les digas una palabra de ánimo o de consuelo…, es algo que no tiene precio, inmerecible, algo que no es fácil de encontrar en nuestro mundo, porque la intimidad no se puede exigir ni merecer, pero te la pueden regalar: ¡el regalo más grande que una persona puede hacer a otra! Qué inmensa alegría cuando al final de un encuentro alguien te da a entender o te dice claramente: “Gracias, porque ése era un peso que llevaba dentro y del que no me había atrevido a hablar nunca con nadie…”. Y esto sucede no sólo con jóvenes o adultos; no hace mucho me pasó con una persona de noventa años (¡!): si hubiera esperado un poco más quizás se hubiera llevado hasta la tumba su doloroso secreto… Es entonces que uno saca la cuenta: ¡valían la pena todos los sacrificios para poder llegar a eso!

En fin, te confieso humildemente y consciente de mis fragilidades y contradicciones (porque también yo soy pecador y necesito confesarme, ¡cuántas veces no hago lo que predico porque el pecado habita en mí! [Mt 23, 1-4; Rom 7, 14-25]), confieso -repito- que ser sacerdote -digan lo que digan quienes no lo viven- es hoy día, como lo ha sido y lo será siempre, algo grande, grande, ¡grande!

Ruega por mi (¡lo necesito!); y ten por cierto que yo ruego por ti, aunque no nos conozcamos de vista.

Un abrazo,Otro sacerdote.