Un Santo, San Vicente de Paúl, y la Compasión Cansada.

    Se suele contar una anécdota de San Vicente de Paúl. Quizás sea mito, al menos en parte; pero, no obstante, su reto es real.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Una vez, Vicente instruyó a su comunidad religiosa con un consejo que decía algo así: “Cuando las exigencias de la vida os parezcan injustas, cuando estéis agotados y, a pesar de ello, tengáis que saltar de la cama para prestar de nuevo algún acto de servicio, hacedlo gozosamente, sin medir el precio, y sin autocompasión,  porque si perseveráis sirviendo a otros, dándoos a los pobres, si perseveráis hasta el extremo de gastaros completamente por ellos, quizás algún día los mismos pobres os perdonarán de corazón.  Porque la felicidad consiste más en dar que en recibir, y también se consigue mucho más fácil.

Ese consejo puede parecer extraño. ¿Por qué los pobres tienen que perdonarnos? ¿Por qué necesitamos nosotros que los pobres nos perdonen? ¿Acaso no deberíamos sentirnos satisfechos por servir a otros?

Me imagino que todos nosotros comprendemos bastante bien lo que quiere decir Vicente de Paúl. Todos sabemos que, cuando necesitamos recibir, sentimos una cierta humillación; al igual que sentimos  una cierta soberbia cuando podemos dar.  Las cosas de las que con frecuencia nos quejamos se convierten realmente en nuestras mayores bendiciones: ¿Qué es peor que estar demasiado ocupado? No tener nada que hacer. ¿Qué es más doloroso que tener que compartir algo que poseemos? No tener nada que compartir. ¿Qué es más molesto que sacarle a uno de la cama para atender a algún necesitado? Estar encamado él mismo y necesitar que alguien le ayude. ¿Qué es más duro que sentirse humillado porque los que nos rodean reclaman nuestra energía y nuestro tiempo? Humillarnos nosotros mismos pidiendo a alguien que nos ofrezca su energía y su tiempo.  Produce más felicidad el poder dar que el recibir. Y además es más fácil.  Pero hay más todavía.

En el poder dar, existe literalmente un cierto poder divino.  Quien da llega a ser  Dios, o por lo menos, logra sentirse como Dios. Y esto no es una exageración. Dios es la fuente de todo lo que existe, y la fuente de todo don. Cuando estamos en condiciones de dar, somos mediadores del poder divino y llegamos a sentir ese poder. Siempre que actuamos como Dios, nos sentimos como Dios.

Sin embargo, la ironía consiste en  que nuestros mismos dones y capacidades, si no se comparten con la actitud debida, fácilmente pueden provocar en los otros sentimientos de inferioridad. Comprender esto es importante, para que tengamos más cuidado de no servir a otros de forma que los rebajemos o humillemos. No es automático, ni fácil, dar un regalo de tal manera que no avergüence a quien lo recibe. El consejo de Vicente de Paúl subraya esta precaución.

Pero podemos deducir aquí también una segunda lección. Vicente de Paúl formuló su consejo también como un antídoto contra la autocompasión. A cualquiera que le toque el papel de dar (un padre, un ministro, un maestro, una enfermera, un trabajador social, un abogado por la justicia, un filántropo, un político) se le presenta la tentación de dejarse llevar de la autocompasión: “¡Mira todo lo que estoy haciendo! ¡Hago todo esto por los demás, pero nadie hace nada por mí! ¡Estoy tan cansado! ¿Cuándo se acaba esto? ¿Acaso el único que se preocupa soy yo? ¡Esto me está exigiendo más de lo justo! ¡Tengo mis propios problemas personales a los que debería atender”.

Es fácil, especialmente cuando por falta de apoyo uno se siente  cansado y frustrado, desalentarse, comenzar a sentirse triste por uno mismo, y finalmente tener el sentimiento de que los otros nos usan y abusan injustamente, de que nos exigen dar más de lo que nos corresponde.
 
Eso es muy común. Los que prestan cuidado y atención se sienten con frecuencia víctimas de aquellos a quienes se entregan generosamente. Hasta hemos acuñado algunos términos para esto: “Cansancio de compasión, o compasión cansada”,  “Compasión quemada”. No nos viene de sorpresa el  que mucha gente buena se moleste por las exigencias y reclamaciones de los pobres:  mejora del sistema de seguridad social, el dinamismo o empuje por parte de varios grupos luchando por sus derechos, la presión por más inmigración, la sangría y el desgaste que los enfermos provocan  en la energía y el dinero de la sociedad, el costo de reparar el daño causado  por jóvenes vándalos, y así sucesivamente. Se siente la tentación de dejarlo todo y de ceder; de dejar de caminar la milla extra y de ceder a la tentación de resignarse o de dimitir; y entonces cuidarnos de nosotros mismos.

Así pues, debemos recordar y repetir constantemente  el consejo de Vicente de Paúl: Si dejamos de servir a los pobres, aun justificándolo con nuestro cansancio y autocompasión, los pobres no sentirán nunca en su corazón el deseo de perdonarnos. Tenemos que recordar que la felicidad consiste más en dar que en recibir, y que también se consigue mucho más fácil.

Las estampas o retratos presentan a Vicente de Paúl con un rostro enérgico pero amable, un rostro que por todas partes transpira una grata simpatía. Parece como un hombre con el que quisieras compartir una cena mano a mano.  Pero si pudieras cenar con él, tendrías mucho cuidado de no quejarte de la injusticia de la vida.