Jesús nos dice que al final seremos juzgados sobre cómo tratamos a los pobres en nuestras vidas; pero existe ya ahora, en esta vida, el peligro de no llegar hasta los pobres.
Aquí está cómo Bryan Stevenson, Just Mercy (Sólo misericordia),desenreda ese peligro: “He llegado a creer que la verdadera medida de nuestro compromiso con la justicia, el modo de ser de nuestra sociedad, nuestro compromiso con la regla de ley, equidad e igualdad no puede ser medido por cómo tratamos a los ricos, a los privilegiados y a los respetados entre nosotros. La verdadera medida de nuestro modo de ser es cómo tratamos a los pobres, a los desfavorecidos, a los acusados, a los encarcelados y a los condenados. Todos nosotros estamos implicados cuando permitimos que otros sean maltratados. La carencia de compasión puede corromper la decencia de una comunidad, un estado, una nación. El temor y la ira pueden hacernos vindicativos y abusivos, injustos y desleales, hasta que todos nosotros sufrimos de carencia de misericordia y nos condenamos a nosotros mismos tanto como condenamos a otros”.
Lo que se necesita destacar aquí es lo que nos hacemos a nosotros mismos cuando no nos acercamos en compasión a los pobres. Corrompemos nuestra propia decencia. Como Stevenson indica: La carencia de compasión corrompe nuestra decencia: como estado, como iglesia, como familia y como individuos. ¿Cómo es eso?
San Agustín enseña que nunca podemos ser moralmente neutrales, tanto si estamos creciendo en la virtud como si estamos cayendo en el vicio. Nunca tenemos el lujo de estar simplemente en algún estado de defensa neutral. No hay neutralidad moral. Tanto si estamos creciendo en la virtud como si estamos deslizándonos en lo opuesto a ella. Eso es verdad para toda la vida. Una cosa o crece o disminuye.
Así también sucede con nuestra actitud para con la justicia y los pobres: Si estamos acercándonos activamente a los pobres y estamos animándonos más en el interés por ellos, o estamos endureciendo inconscientemente nuestros corazones contra ellos y deslizándonos, sin saberlo, en actitudes que trivializan sus consecuencias y nos distancian de ellos. Si no estamos abogando activamente por la justicia y los pobres, es inevitable que en un momento queramos, con corazones completamente sinceros, restar importancia a las consecuencias de la pobreza, racismo, desigualdad e injusticia.
Es interesante comprobar que, en el famoso texto sobre el juicio final del Evangelio donde Jesús describe cómo Dios dividirá las ovejas de las cabras en base a cómo trataron a los pobres, ningún grupo -aquellos que lo hicieron correctamente y aquellos que no- supo de hecho lo que estaba haciendo. El grupo que lo hizo bien manifiesta que no sabía que tocando a los pobres estaban tocando a Cristo; y el grupo que lo hizo mal se queja de que ellos, si hubieran sabido que Cristo estaba en los pobres, se habrían acercado. Jesús nos asegura que eso no vale. El discipulado maduro consiste simplemente en actuar independiente de nuestra actitud consciente.
Y así, necesitamos estar alerta no sólo a nuestras actitudes conscientes sino a lo que de hecho estamos haciendo. Podemos, con toda sinceridad, con toda buena conciencia, con todo buen corazón, estar ciegos en lo tocante a la justicia y los pobres. Podemos ser hombres y mujeres morales, piadosos asistentes a la iglesia, generosos donantes en favor de aquellos que nos piden ayuda, cercanos a nuestros propios familiares y amigos; y, en cambio, ciegos a nosotros mismos, aunque no a los pobres, ser malsanamente elitistas, sutiles racistas, insensibles hacia el medio ambiente y protectores de nuestro propio privilegio. Aún somos buenas personas, sin duda; pero la carencia de compasión nos deja en un área de nuestras vidas cojeando moralmente.
Podemos ser buenas personas y en cambio caer en una cierta dureza de corazón a causa de círculos ideológicos parejos que nos sostienen falsamente. En cualquier círculo de amigos, tanto si estamos conversando sobre maneras como podemos acortar más eficazmente la brecha entre los ricos y los pobres como si estamos tratando, aunque inconscientemente, de la necesidad de defender las brechas que existen al presente. Una clase de conversación es ensanchar nuestros corazones; la otra es estrecharlos. La carencia de compasión por la justicia y los pobres inducirá inevitablemente a volver un corazón generoso en defensivo.
Todos tenemos amigos que nos admiran y nos envían señales de que somos buenos, de gran corazón, virtuosos. Y, sin duda, esto es sustancialmente verdad. Pero la afirmación que recibimos de nuestro propio entorno puede ser un falso espejo. Un verdadero espejo es cómo nos consideran los que son política, racial, religiosa y temperamentalmente diferentes a nosotros. ¿Cómo nos perciben los pobres? ¿Cómo estiman nuestra bondad los refugiados? ¿Cómo evalúan nuestra compasión otras razas?
¿Y qué diremos sobre el espejo que Jesús nos pone cuando nos dice que nuestra bondad será juzgada por cómo tratamos a los pobres y que la prueba de fuego de la bondad consiste en cómo de bien amamos a nuestros enemigos?
Una carencia de compasión, aunque sea en una sola área, corrompe sutilmente la decencia de una comunidad, un estado, una nación; y eso, al fin, cambia nuestra generosidad en actitud defensiva.