Una Boda Especialmente Gozosa

La novia, joven, estaba maravillosamente radiante y sana, pero era una superviviente de cáncer. Hace cinco años utilicé esta misma columna para narrar un poco su historia. Permitidme que repita aquí algo de aquel relato, poniendo un poco al día la cronología:

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Durante veinticinco años impartí un curso de verano en la universidad de Seattle. Uno de los gestos rituales que repetí durante esos veranos fue pasar la fiesta del 4 de julio con algunos amigos de mi familia en la isla de Bainbridge, a un corto trayecto en ferry desde Seattle. Esta familia tiene sus propios rituales y uno de ellos es ver el desfile del 4 de julio desde el césped frontal de una de las casas de sus  amigos.

Hace diez años, cuando estaba yo sentado en aquel césped, esperando el desfile, me presentaron a la hija menor de la familia, Katie Chamberlin-Malloy. Estaba ella estudiando el último año de enseñanza media y era miembro del equipo vencedor de baloncesto de su escuela, pero también sufría de cáncer y del tratamiento debilitante de quimioterapia utilizado para combatirlo. Allí estaba ella, justamente con 18 años y con menos de cuarenta kilos de peso, envuelta en una manta en un día caluroso de verano, silenciosa y melancólica, mientras sus amigos, sanotes y robustos, bebían cerveza y celebraban la vida. Las cosas no parecían ir bien, entonces. El pronóstico médico a largo plazo era dudoso, a lo más; y su cuerpo y su espíritu no lo desmentían, aunque amigos y familiares sí lo contradecían. Por todos los lados estaba rodeada de atención, afecto y preocupación. Estaba muy enferma, pero era muy querida.

Aquel día la conocí, y en los meses y años siguientes llegué a conocerla mucho más. Su familia y muchas otras personas oraron fuerte por ella, avasallando el cielo buscando una curación. Esas oraciones, junto con el tratamiento médico, finalmente fueron efectivas. Ella se aferró a la vida contra toda esperanza (frente a fuerzas hostiles mayores), fue mejorando lentamente, y, después de muchos meses, emergió sana, íntegra de nuevo, de vuelta a la normalidad, aunque, cuando has mirado a la muerte fijamente a la cara, “lo normal” ya no es nunca lo mismo del todo.

Cuando  volvió finalmente a empezar su vida (recogiendo las piezas de su vida anterior), se dio cuenta de que, mientras las cosas eran lo mismo de nuevo, eran también muy diferentes. Tras tal experiencia límite frente a la muerte, la vida ordinaria ya no es algo que tomas por sentado y a la ligera; hay una alegría más profunda en todas las cosas ordinarias y un nuevo horizonte, sabiduría, madurez e intención, que antes no existían. Dios escribe recto con líneas torcidas y a veces el cáncer, tan terrible como es, da más de lo que recibe.

La recuperada salud de la joven Katie fue más que física. Fue también algo del alma, un bronceado moral, una profundidad, una honda sabiduría. Cuando le preguntaron en una entrevista pública si, dada una posible elección, cambiaría la anterior enfermedad con el fin de tener la vida que hubiera podido tener sin ella, replicó. “No, no la cambiaría. Por medio de ella aprendí lo que es el amor”. El amor que experimentó cuando estuvo enferma le enseñó que hay peores tragedias en la vida que adquirir cáncer.

John Powell escribió una vez un extraordinario librito titulado “Amor Incondicional”, la historia de Tommy, un antiguo estudiante suyo que murió de cáncer a los veinticuatro años. Un poco antes de su muerte, Tommy visitó a Powell y le dio las gracias por una bella idea que había captado una vez en una de sus clases. Powell había dicho a la clase: “Solamente hay dos tragedias posibles en la vida, y morir joven no es una de ellas. Es una tragedia morir y no haber amado, y es también una tragedia morir y no haber expresado tu amor a los que te rodean”.

Los doctores que investigan sobre el cerebro humano nos dicen que empleamos solamente alrededor de un 10% de nuestra capacidad radical cerebral. La mayoría de nuestras células cerebrales nunca se activan, sea porque no las necesitamos (existen para la sabiduría más que para la utilidad) o sea porque no sabemos cómo acceder a ellas. Los mismos doctores nos aseguran también que, paradójicamente, dos cosas nos ayudan a tener acceso a esas células especiales: la experiencia del amor y la experiencia de la tragedia. Profundo amor y profundo dolor, juntos, hacen profunda un alma, de tal forma que ninguna otra cosa puede hacerla. Eso explica por qué Santa Teresa de Lisieux fue doctora del alma a sus veinticuatro años. Eso explica también la sabiduría con la que nuestra joven Katie vive ahora el resto de su vida, con la que reta suavemente a sus amigos y con la que irradia luz al mundo.

Hace diez años, un tumor cerebral robó a una muchacha su juventud y sus sueños. Sentía ella dolor, decepción, depresión, algo de amargura, escasa esperanza. Parecía que todos tenían más suerte que ella. Eso fue entonces.

Hoy, una joven radiante, una maestra bien dotada (especializada en “Necesidades-Especiales”), Katie Chamberlin-Malloy, está de luna de miel, feliz, sabia, planificando su vida, después de aprender en edad tan joven lo que la mayoría de nosotros aprenderemos sólo al morir, es decir:  que se ve mucho mejor la vida ordinaria con un horizonte mayor como fondo, que la vida es más profunda y está más colmada de alegría cuando no se la toma a la ligera,  que el amor es más importante aún que la salud y que la vida misma, – y que todos los cuentos de hadas acaban en boda.


Foto por GViciano