De Pierre Teilhard de Chardin nos vienen estas palabras: “Porque, Dios mío, a pesar de que carezco del celo del alma y de la sublime integridad de tus santos, aun así he recibido de ti una irresistible afinidad por todo lo que se agita en la oscura masa de la materia; porque sé que yo mismo soy irremediablemente menos hijo del cielo e hijo de la tierra”.
Estas palabras, como las que abren el famoso libro Confesiones, de san Agustín, no sólo describen una tensión de por vida en el interior de su autor; también señalan las piezas fundamentales de una cabal espiritualidad. Para todo el que sea emocionalmente sano y honrado, habrá una tensión de por vida entre los atractivos de este mundo y el hechizo de Dios. La tierra, con sus bellezas, sus placeres y su realidad física puede dejarnos sin aliento y hacernos creer que, con este mundo, tenemos todo lo que es y todo lo que necesita ser. ¿Hay alguien que necesite algo más? ¿No es suficiente la vida de aquí en la tierra? Además, ¿qué prueba existe a favor de alguna realidad y significado más allá de nuestras vidas de aquí?
Pero, aun siendo -y con toda razón- tan poderosamente fascinados por el mundo y lo que este ofrece, otra parte de nosotros se encuentra prendido en el abrazo y el poder de otra realidad, la divina, la cual, a pesar de ser más incoada, no es menos inexorable. Eso nos dice también que es real, que su realidad en definitiva ofrece vida, que necesita ser honrada y no puede ser ignorada. Y exactamente como la realidad del mundo, se presenta a la vez como promesa y amenaza. En ocasiones es sentida como un cálido capullo en el que sentimos el postrer refugio, y otras veces, sentimos su poder como un juicio amenazante sobre nuestra superficialidad, mediocridad y pecado. En ocasiones bendice nuestra fijación en la vida terrena y sus placeres, y otras veces, nos aterroriza y relativiza nuestro mundo y nuestras vidas. En ocasiones podemos defendernos de ella por medio de la distracción o la negativa; pero permanece guardando siempre una pujante tensión en nuestro interior: somos irremediablemente hijos del cielo y de la tierra; Dios y el mundo reclaman nuestra atención.
Así se supone que debe ser. Dios nos hizo irremediablemente físicos, carnales, orientados a la tierra, con casi todos instintos en nuestro interior logrando las cosas de esta tierra. Así que no deberíamos esperar que Dios quisiera que rehuyéramos esta tierra, dejáramos de reconocer su genuina belleza y nos empeñáramos en salir de nuestros cuerpos, nuestros instintos naturales y nuestra realidad física para fijar nuestros ojos sólo en las cosas del cielo. Dios no creó este mundo como lugar de ensayo, un sitio donde la obediencia y la piedad vinieran a ser probadas contra la seducción del placer terrenal, para ver si éramos dignos del cielo. Este mundo es su propio misterio con su propio significado, dado por Dios. No es simplemente un escenario sobre el que, como humanos, representamos nuestros dramas individuales de salvación y luego echamos el telón cuando nos vamos. Es un espacio para que todos nosotros, humanos, animales, insectos, plantas, agua, rocas y tierra gocemos de un hogar.
Pero esa es la raíz de una gran tensión dentro de nosotros. A no ser que neguemos nuestros más poderosos instintos o nuestras más poderosas sensibilidades religiosas, nos encontraremos para siempre lacerados entre dos mundos, con lealtades aparentemente conflictivas entre el reclamo de este mundo y el reclamo de Dios.
Yo sé bien lo cierto que resulta esto para mi propia vida. Vine a este mundo con dos amores incurables, y he ocupado mi vida y ministerio enganchado y lacerado entre los dos. Siempre he apreciado el mundo pagano, por su exaltación de esta vida y por su celebración de las maravillas del cuerpo humano, y la belleza y placer que nuestros cinco sentidos nos proporcionan. Con mis hermanos y hermanas paganos, yo también rindo honor al atractivo de la sexualidad, al solaz de la comunidad, al encanto del humor y la ironía, y a los singulares dones que recibimos de las artes y las ciencias. Pero, al mismo tiempo, siempre me he sentido llamado por otra realidad: lo divino, la fe, la religión. Su realidad también ha requerido siempre mi atención; y, más importante, ha dictado las opciones importantes de mi vida.
Mis principales opciones de la vida encarnan e irradian una gran tensión, porque han procurado ser leales a una doble marca original de mi interior: la pagana y la divina. No puedo negar la realidad, el atractivo y la bondad de ninguna de ellas. Por esta razón puedo vivir como célibe consagrado de por vida, comprometido con el ministerio religioso, aun cuando aprecio profundamente el mundo pagano, alabo sus placeres y elogio la bondad del sexo, a pesar de que yo renuncio a él. Esa es también la razón por la cual, de un modo crónico, estoy pidiendo disculpas a Dios por la resistencia pagana del mundo, aunque trato de hacer una apología de Dios a este mundo. Tengo lealtades fraccionadas.
Así debería ser. El mundo está encaminado a quitarnos el aliento, aun cuando doblemos la rodilla ante el autor de ese aliento.
Traducido al Español para Ciudad Redonda por Benjamín Elcano, cmf
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