Si el fenómeno de la secularización existe en nuestros países de antigua cristiandad, ello no nos debe descorazonar, sino renovar en nosotros el espíritu misionero. Debemos mirar al mundo hodierno con la mirada del Padre. Este mundo es amado por Dios: Él lo ve como el mundo de sus hijos en la diversidad de pueblos, culturas y religiones. Es la familia humana de la que Él es el Padre.
El rastro divino de esta paternidad es el amor en el corazón de todo ser humano. Cristianos, en la gracia de la Revelación, sabemos que el amor viene de Dios, que el amor es Dios: ¿cómo hacer para que se reconozca? Ésta fue toda la misión de Jesús. Hoy es la nuestra.
El Concilio Vaticano II ha presentado a la Iglesia como sacramento de unión de los hombres con Dios, y de los hombres entre ellos. Un sacramento es una realidad del mundo que revela el misterio de la salvación porque éste se está realizando. Sin ser del mundo, nuestra Iglesia ¿está bien en el mundo? Ella es visible, pero su mensaje ¿es legible? De alguna manera, nosotros no debemos ser signos de la Iglesia, sino signos de Cristo y es en ello que seremos Iglesia: rostro y palabra de Cristo, vivos y proclamando la fe de siempre con las palabras de hoy.
Me acuerdo de una palabra, que sigue siendo actual, del Cardenal Suhard, quien inició la Misión de Francia:
“No se trata de obligar el mundo a entrar en la Iglesia tal como ésta es, sino de hacer una Iglesia capaz de acoger al mundo tal como éste es”.
Para nuestro Sínodo, ésto es todo un programa. ¡Qué felicidad proponer la Buena Nueva de Jesús a todos los hombres y mujeres de hoy, a los jóvenes y a los niños, que no saben que están ahí, cerca de la Fuente!