Vivimos en una cultura que idealiza a la juventud y margina a los viejos. Y, como dice James Hillman, los viejos no abandonan fácilmente ni el trono ni lo que les llevó a él. Lo sé; me estoy haciendo viejo.
Durante casi toda mi vida, he podido considerarme joven. Como nací avanzado el año -en Octubre- siempre fui más joven que la mayoría de mis condiscípulos, me gradué en la escuela secundaria a los diecisiete años, ingresé en el seminario a esa tierna edad, fui ordenado sacerdote a los veinticinco, hice un grado avanzado al siguiente año y estuve enseñando teología de posgrado a los veintiséis, el miembro más joven de la facultad. Estaba orgulloso de eso, al conseguir esas cosas tan pronto. Y así, siempre me creí joven, aun cuando los años se acumulasen y mi cuerpo empezara a traicionar la idea de mí como joven.
Además, durante casi todos esos años, traté de mantenerme joven también de alma, permaneciendo al corriente de lo que estaba moldeando la cultura juvenil, sus películas, sus canciones populares, su jerga. En mis años de seminario y durante un buen número de años después de la ordenación, me impliqué en el ministerio juvenil, ayudando a dar a la juventud retiros en varios colegios de secundaria y en colegios mayores. En ese tiempo, yo era capaz de nombrar todas las canciones populares, películas y tendencias, hablar el lenguaje de la juventud y me enorgullecía de ser joven.
Pero la naturaleza no ofrece privilegios. Nadie permanece joven para siempre. Además, el envejecimiento normalmente no anuncia su llegada. Estás generalmente ciego para él hasta que un día te ves en un espejo, ves una foto tuya reciente o recibes un diagnóstico de tu médico, y de repente te golpean en la cabeza con la desagradable verificación de que ya no eres una persona joven. Eso normalmente viene de sorpresa. El envejecimiento por lo general se da a conocer de maneras que te hacen negarlo, luchar contra él y aceptarlo solo poco a poco y con algo de amargura.
Pero ese día llega a todos cuando te sorprendes, pasmado, de que lo que estás viendo en el espejo es tan diferente de cómo te estás imaginando a ti, y te preguntas: “¿Soy este realmente? ¿Soy yo este viejo? ¿Es esto lo que parezco?” Además, empiezas a notar que la gente joven está formando sus círculos al margen de ti, que ellos están más interesados en su propio ambiente, que no te incluyen a ti, y tú pareces atontado y fuera de lugar cuando tratas de vestir, actuar y hablar como ellos lo hacen. Llega un día en que tienes que aceptar que ya no eres joven a los ojos del mundo, ni a los tuyos.
Además, el peso no sólo afecta a tu cuerpo, empujando las cosas hacia abajo, sino también a tu alma, que es empujada hacia abajo juntamente con el cuerpo, aunque el envejecimiento significa algo muy diferente aquí. El alma no envejece, madura. Tú puedes permanecer joven de alma mucho tiempo después de que el cuerpo te traicione. Verdaderamente, debemos ser siempre jóvenes de espíritu.
Las almas dirigen la vida diferentemente que los cuerpos, porque los cuerpos están formados para morir finalmente. En todo cuerpo viviente, el principio de vida tiene una estrategia de salida. No tiene tal estrategia en un alma, sólo una estrategia para profundizar, crecer más rico y más configurado. El envejecimiento nos fuerza, generalmente contra nuestra voluntad, a escuchar a nuestra alma más profundamente y más honradamente para extraer de sus pozos más profundos y empezar a hacer la paz con su complejidad, su sombra y sus más profundas proclividades; y el envejecimiento del cuerpo juega el papel clave en esto. Para emplear una metáfora de James Hillman: Los mejores vinos deben ser envejecidos en viejas barricas agrietadas. Así también para el alma: El proceso de envejecimiento es proyectado por Dios y la naturaleza para obligar al alma, lo quiera o no, a ahondar siempre más profundamente en el misterio de la vida, de la comunidad, de Dios y de sí misma. Nuestras almas no envejecen, como un vino; maduran, y así siempre podemos ser jóvenes de espíritu. Nuestro aliciente, nuestro fuego, nuestro anhelo, nuestro ingenio, nuestra brillantez y nuestro humor no deben oscurecer con la edad; sin duda, deben ser el verdadero color de un alma madura.
Así, al final, el envejecimiento es un don, incluso si es no deseado. El envejecimiento nos lleva a un lugar más profundo, tanto si queremos ir como si no.
Como casi todos los demás, yo todavía no he hecho mi total paz con esto, y aún me gustaría considerarme joven. Sin embargo fui particularmente feliz al celebrar mi 70º cumpleaños hace dos años, no porque fuera feliz de tener esa edad, sino porque, después de dos afecciones de cáncer en años recientes, fui muy feliz precisamente de estar vivo y lo suficientemente sabio de estar ahora un poco agradecido por lo que el envejecimiento y el diagnóstico de cáncer me han enseñado. Hay ciertos secretos ocultos para la salud, escribe John Updike. Es verdad. Y el envejecimiento descubre muchos de ellos porque, como afirma el proverbio sueco, “la tarde sabe lo que la mañana nunca sospechó”.