Hace más de medio siglo, Flannery O’Connor escribió un cuento, A good man is hard to find (“Un hombre bueno es difícil de encontrar”). Uno de los principales personajes del cuento es una anciana, una persona difícil, terca y no particularmente feliz. Viajando a Florida con su familia, está protestando y quejándose constantemente. Entonces, por algún descuido suyo, sufren un accidente de tráfico y, mientras su coche está parado, un preso fugado (el inadaptado) se encuentra casualmente con ellos y ejecuta a la familia entera. Justo antes de que dispare contra ella, la infeliz anciana, temiendo por su vida, extiende la mano y toca al inadaptado, y tiene un momento tranquilo con él. Después de matarla, dice: Habría sido una buena mujer, si hubiera habido alguien allí para dispararle cada minuto de su vida.
Sospecho que todos seríamos mejores personas si hubiera alguien allí para dispararnos cada minuto de nuestra vida. Al menos, sé que yo lo sería porque, en una ocasión, tuve a alguien allí para dispararme y eso me hizo mejor persona, al menos durante el tiempo en el que la amenaza se mantuvo. He aquí mi historia:
Hace doce años me diagnosticaron cáncer. El pronóstico inicial fue bueno (cirugía y quimioterapia, y el cáncer debería detenerse). Durante cierto tiempo fue así. En cambio, tres años después, hizo una inoportuna reaparición. Esta vez, el pronóstico no fue bueno. Mi oncólogo, en el que tengo puesta mi confianza, comunicó que la situación era grave. Se probaría de nuevo la quimioterapia; pero me aseguró que, salvo en caso excepcional, este tratamiento no sería efectivo por mucho tiempo y sería más para proyectos paliativos que para cualquier verdadera esperanza de mejoría o curación. Sintió que su deber era comunicar ese mensaje con toda claridad. Yo tenía enfrente al disparador. ¡Te quedan unos treinta meses de vida!
Como podéis adivinar, esto no fue fácil de asumir ni encauzar. Luché fuertemente para hacer las paces con ello. Finalmente, por medio de la oración, escribí un credo para mí indicando cómo trataría de vivir esos dos años. He aquí el credo:
Voy a hacer lo posible por estar tan sano cuanto pueda durante el mayor tiempo posible.
Voy a hacer lo posible por ser tan prolífico durante todo tiempo que pueda.
Voy a hacer cada día y cada actividad tan preciosos y agradables como sea posible.
Voy a hacer lo posible por ser tan bondadoso, cercano y caritativo como sea posible.
Voy a hacer lo posible por aceptar el amor de los demás de un modo más profundo de lo que lo he hecho hasta ahora.
Voy a hacer lo posible por vivir una “vida más enteramente reconciliada”. Nunca más espacio para las heridas del pasado.
Voy a hacer lo posible por mantener intacto mi sentido del humor.
Voy a hacer lo posible por ser tan intrépido y audaz como pueda.
Voy a hacer lo posible, siempre, por no fijarme nunca en lo que esté perdiendo, sino más bien mirar lo maravillosa y plena que ha sido y es mi vida.
Y voy a colocar diariamente todo esto a los pies de Dios por medio de la oración.
Durante algunos meses, recé ese credo intensamente cada día, tratando de vivir cada uno de sus propósitos. Con todo, los tratamientos de quimioterapia fueron, sorprendentemente, muy efectivos. Pasados cinco meses de tratamientos, todos los indicios de cáncer habían desaparecido, de nuevo yo estaba sano, y mi oncólogo estaba optimista de que, quizás, su diagnosis había sido demasiado cruel y que, con algo de quimio de mantenimiento, podría gozar de muchos más años de vida. Y, en verdad, lo hice durante los siete años siguientes.
Sin embargo, durante esos siete años de mejoría, sintiéndome sano y optimista, sin que hubiera nadie que me disparara cada día, ahora rezaba mi credo con menos frecuencia y con menos intensidad. E incluso, aunque sus desafíos estaban ahora más arraigados en mí, mis viejos hábitos de tomar la vida por supuesta, de rezar la oración de san Agustín (“¡Hazme un cristiano mejor, Señor, pero aún no!”), de perder la perspectiva, de impaciencia, de autocompasión, de alimentar ofensas y de no apreciar plenamente las riquezas de la vida, empezaron de nuevo a filtrase en mi vida.
El “disparador” reapareció hace dos años con otro episodio de cáncer. Inicialmente, el diagnóstico fue cruel (treinta meses y quimioterapia durante el resto de mi vida) y el credo ocupó de nuevo un lugar central en mi vida. A pesar de eso, un nuevo tratamiento ofreció inesperadamente un futuro mucho más largo y, sin nadie que me disparara cada día, el credo empezó de nuevo a perder su fuera, y mis viejos hábitos de impaciencia, ingratitud y autocompasión empezaron de nuevo a marcar mis días.
Estoy profundamente agradecido por todos los años posteriores al cáncer que Dios y la medicina moderna me han dado. El cáncer ha sido un regalo que me ha enseñado muchas cosas. Tener mi vida repartida en fragmentos de seis meses me hace apreciar la vida, a los demás, la salud, la naturaleza, las simples alegrías de la vida y mi trabajo como nunca lo hice antes. ¡Soy mejor persona cuando hay alguien allí para dispararme cada día!