Hace varios años, Hollywood produjo una película sobre la famosa ruta del Camino en España. Titulada “The Way” (“El Camino”), cuenta la historia de un padre cuyo hijo fue muerto en un accidente poco después de comenzar esta famosa peregrinación de 500 millas. El padre, interpretado por Martin Sheen, había estado durante mucho tiempo alejado de su hijo, pero cuando va a Francia (donde empieza el Camino) para recoger las cenizas de su hijo muerto, siente una fuerza que le impulsa a completar el camino en vez de su hijo, y emprende la ruta con el equipaje y mochila de su hijo, portando sus cenizas.
Él no sabe bien por qué hace esto, pero siente que de alguna manera es algo que debe hacer por su hijo, que supera el alejamiento de su hijo y que es algo que debe hacer para mitigar su propia pena. A pesar de hallarse en un estado más bien de desaliento e incomunicación, es acogido en el viaje por tres personas, cada una de ellas en camino por diferentes razones.
El primero es un holandés que hace el viaje por perder peso, temiendo que, si no lo consigue, su esposa se divorciará. El segundo de sus nuevos amigos es una mujer franco-canadiense que claramente hace el Camino por dejar su adicción al tabaco, pero también, con toda seguridad, por estabilizar su vida tras la ruptura de una relación. El tercero es un escritor irlandés que espera superar “el bloqueo del escritor”. Y así la historia se centra en cuatro inverosímiles compañeros de camino, cada uno de los cuales hace esta peregrinación teniendo en mente su particular objetivo.
Todos ellos perseveran y completan la peregrinación, entran en la catedral de Santiago, cumplen las costumbres que han marcado el final del Camino a innumerables peregrinos durante mil años; y entonces se dan cuenta de que lo que cada uno había confiado llevar a cabo no se había dado. El holandés no había perdido nada de peso; la franco-canadiense comprobó que no había dejado de fumar; el escritor irlandés vio que su verdadero objetivo no era el bloqueo del escritor; y el padre, que estaba haciendo este viaje en vez de su hijo, observó que lo había hecho por otras razones más personales. Ninguno de ellos consiguió lo que quería, pero cada uno logró lo que deseaba. Los senderos de la vida funcionan así, como el Camino de Santiago.
Yo aprendí esa precisa lección recorriendo el Camino hace un año. Fui allí con cierto sueño en mi mente. Estuve seis meses con tratamientos de quimioterapia confortado con nueva energía, en tiempo sabático y ansiando recorrer esta vieja y afamada ruta, para ampliar horizontes física y espiritualmente. La ampliación física se dio y ajustó el sueño que yo había tenido antes de empezar la andadura. Pero la ampliación espiritual estuvo lejos de lo que había imaginado.
Mi sueño había sido que yo emplearía este camino para hacer un trabajo interior más profundo, leer algunos libros clásicos de mística, mezclar la profundidad de los místicos con la mística de este viejo camino, escribir algo de diario y volverme una persona más profunda y contemplativa. Tal fue mi sueño, pero el viaje tuvo otras ideas.
Estábamos largas horas de marcha cada día, de modo que normalmente no había tiempo para leer ni para escribir. Por las tardes, me encontraba exhausto, sin energía para un trabajo más interior. Una ducha y una comida caliente eran esencialmente lo único que procedía. El libro mayor que había traído conmigo, “The Cloud of Unknowing” (La Nube del Desconocimiento), descansa, sin ser abierto, en el fondo de mi mochila. Yendo de marcha, conseguí rezar algunas horas cada día, pero eso no era la clase de trabajo interior que yo había pensado. Había tenido cierta idea sobre lo que quería llevar a cabo, pero, como en los personajes de la película, evidentemente esto no era lo que yo necesitaba.
La marcha me enseñó algo más, más profundo, más necesitado y más humillante: lo que aprendí de la caminata en compañía de los tres cercanos amigos fue qué malcriado e inmaduro había llegado a ser. Habiendo vivido como sacerdote célibe, fuera de las demandas de matrimonio, hijos y familia durante más de cuarenta años, comprendí qué idiosincrásicos y egocéntricos se habían vuelto los hábitos y normas de mi vida. Estaba acostumbrado a tener siempre la última palabra sobre mi propia vida, al menos en sus ritmos de “día a día”. El Camino me enseñó que necesito dirigir otros objetivos en mi vida que sean más apremiantes y más profundamente precisos que entender “La Nube del Desconocimiento”. El Camino me enseñó que en cantidad de importantes aspectos, ¡yo necesito crecer!
Robert Funk escribió una vez que la gracia es una cosa que se mueve a hurtadillas: hiere por la espalda, donde pensamos ser lo menos vulnerables. Es más dura de lo que pensamos, y moralizamos con el fin de quitar sus aristas. Y es más indulgente de lo que suponemos, pero nunca hasta el punto donde pensamos que debería serlo. Así es también el Camino de Santiago.