Recientemente recibí una carta de una mujer cuya vida, en realidad, había estallado. En el transcurso de unos pocos meses, su esposo se divorció, ella perdió su trabajo, se vio obligada a mudarse de la casa en la que había vivido durante muchos años, estuvo confinada en su nuevo lugar por las restricciones del Covid y se le diagnosticó un cáncer que podría ser intratable. Todo ello fue demasiado. En un momento, estalló en ira y resignación. Se volvió a Jesús y, con amargura, dijo: Si estás ahí, y lo dudo, ¿qué sabes tú de todo esto? ¡Tú nunca estuviste tan solo! Sospecho que todos tenemos momentos como este. ¿Qué sabía Jesús de todo esto?
Bueno, si podemos creer a los Evangelios, Jesús conocía todo esto, no porque tuviera una conciencia divina, sino porque, como la mujer de la historia, conocía bien desde el principio lo que significaba ser el que se queda solo, fuera del círculo humano normal.
Esto es evidente desde su nacimiento mismo. Los Evangelios nos dicen que María tuvo que dar a luz a Jesús en un establo porque no había sitio para ellos en la posada. ¡Despiadado posadero! El pobre hombre ha tenido que aguantar siglos de censura. Sin embargo, ese pensamiento pierde de vista el momento de la historia y falsea su significado. La moraleja de esta historia no es que tuviera lugar alguna despiadada crueldad ni que el mundo estuviera demasiado preocupado consigo mismo como para darse por aludido en el nacimiento de Jesús, aunque esta última implicación es cierta. Más bien la verdadera cuestión es que Jesús, el Cristo, nació forastero, uno de los pobres, como alguien al que, ya desde el principio mismo, se le negó un lugar en lo común de la gente. Como dice Gil Bailie, Jesús fue unanimidad-menos-uno. ¿Cómo iba a ser de otro modo?
Dado quien era Jesús, dado que su mensaje central fue una buena noticia para los pobres y dado que entró en la vida humana precisamente para experimentar todo lo que esta contiene (incluso sus dolores y humillaciones), difícilmente podría haber nacido en un palacio, gozado de toda clase de favores y sido el centro de amor y atención. Para estar en verdadera solidaridad con los pobres, como dijo Merton en una ocasión, tenía que nacer “fuera de la ciudad”; y si ese fue históricamente el caso o no, resulta una metáfora rica y de largo alcance. Ya desde el principio, Jesús conoció tanto el dolor como la vergüenza de uno que es excluido, que no tiene sitio en lo común de la gente.
Cuando miramos atentamente a los Evangelios, vemos que no hubo dolor humano, emocional ni físico, del que Jesús se abstuviera. Se puede decir con seguridad -así lo afirmo- que nadie, al margen de su dolor, puede decir a Jesús: ¡Tú no tuviste que aguantar lo que yo tuve que padecer! Él experimentó todo.
Durante su ministerio, afrontó constante rechazo, ridículo y amenaza, a veces teniendo que ocultarse como un criminal en huida. Era también célibe, uno que dormía solo, uno privado de la normal intimidad humana, uno sin familia propia. Más tarde, en su pasión y muerte, experimentó los extremos tanto del dolor emocional como del físico. Emocionalmente, “sudó sangre” en sentido literal; y físicamente, en su crucifixión, sobrellevó el más extremo y humillante dolor posible que puede sufrir un ser humano.
Como sabemos, la crucifixión fue diseñada por los romanos teniendo en mente algo más que la sola pena capital. Fue diseñada también para infligir el máximo grado de dolor y humillación posibles que sobrellevara una persona. Esa era una de las razones por las que a veces daban morfina al que estaba siendo crucificado, no para mitigar su dolor, sino para librarlo del desmayo y que escapara de ese dolor. La crucifixión fue también diseñada para humillar del todo al condenado a muerte. De aquí que desnudaran a la persona, de modo que sus genitales quedaran expuestos y que en sus convulsiones mortales, el relajamiento de sus entrañas fuera su vergüenza final. Igualmente, algunos eruditos especulan que durante la noche que precedió a su muerte el Viernes Santo, también puede ser que los soldados hubieran abusado sexualmente de él. Sin duda, no hubo dolor ni humillación que no sufriera.
Una antigua y clásica definición de oración nos dice esto: Orar es levantar la mente y el corazón a Dios. Bien, habrá momentos de abatimiento en nuestras vidas cuando nuestras circunstancias nos lleven a levantar nuestras mentes y corazones a Dios de un modo que parezca antitético a la oración. A veces seremos conducidos a un punto de ruptura donde en quebrantamiento, ira, vergüenza y en el desesperante pensamiento que a nadie -Dios incluido- interese y en el que todos estemos solos, conscientemente o de otra manera, haremos frente a Jesús con estas palabras: ¡Y tú qué sabes de esto! Y Jesús oirá esas palabras como una oración, como un sincero suspiro del corazón, más bien que como alguna forma de irreverencia.