Una personalidad Integral

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Los cristianos, en cuanto llamados a reproducir en sí mismos la imagen de Cristo  (cf Ef 4, 13), han de hacer ver con el testimonio irrefutable de su vida que Dios es el mejor Amigo del hombre, que no tiene ‘celos’ del hombre, sino ‘celo’ por el hombre. Y que reconocerle como Creador y como Padre es encontrar el verdadero fundamento de la dignidad de la persona humana y descubrir su verdadera originalidad frente a todos los demás seres del universo.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Y especialmente los cristianos-religiosos, en virtud del radicalismo de nuestra fe, tienen que demostrar que la vida consagrada, aun teniendo en cuenta las inevitables renuncias y sacrificios que lleva consigo, es capaz de forjar auténticas personalidades humanas, realizadas, maduras y, por consiguiente, felices. Y sabemos que demostrar es mucho más que ‘mostrar’, que poner delante. Porque es hacer ver con argumentos convincentes. Es lo que afirma, gráficamente, la expresión castiza: “Meter por los ojos”. De manera que no haya más remedio que ‘verlo’, aunque uno no quisiera. Sólo, de ese modo, la vida consagrada será de verdad creíble y se convertirá en un testimonio fehaciente de ese Dios, que es Amor para el hombre y que, por lo mismo, quiere y busca su plena realización y su definitiva felicidad. Por eso, Juan Pablo II, a los pocos días de iniciar su misión pastoral como Papa, habló del triple testimonio que ha de dar en la Iglesia todo religioso y toda religiosa: “El testimonio, ante todo, de la coherencia seria con los valores evangélicos y con el propio carisma… El testimonio, luego, de una personalidad humanamente realizada y madura, que sabe establecer relación con los demás, sin prevenciones injustificadas, ni imprudencias ingenuas, sino con apertura cordial y sereno equilibrio. El testimonio, por último, de la alegría” (1). He aquí un verdadero “programa de formación”, inicial y permanente.

 

La personalidad se constituye y se define por la recta independencia: Recta independencia en el ‘ser’ y en el ‘actuar’. En esto coinciden la noción metafísica y la psicológica de personalidad. Y, siendo las tres dimensiones más hondas de la persona humana el pensamiento, la libertad y el amor, la personalidad integral abarca estas tres dimensiones y supone una cierta plenitud psicológico moral y un desarrollo armónico y progresivo de acuerdo con la edad de esas mismas dimensiones. De este modo, surgen: la personalidad intelectual, o la recta independencia en el pensar (espíritu crítico); la personalidad volitiva, o la recta independencia en el actuar (sentido de responsabilidad); y la personalidad afectiva (madurez afectiva), o la recta independencia en el amar. Ser de verdad persona, en el sentido pleno y cabal de la palabra, es el ‘derecho’ y, al mismo tiempo, el ‘deber’ más fundamental de todo ser humano. Pero lo es, todavía más, y por especiales razones, del religioso y de la religiosa.

Entre las tendencias o constantes, que con mayor fuerza se vienen manifestando, en la vida consagrada, desde el mismo Concilio hasta nuestros días -y que, sin duda, seguirán vigiendo en el futuro- se destacan el reconocimiento explícito y la vigorosa afirmación de la primacía de la persona humana -como ya hemos recordado- y, al mismo tiempo, la valoración también ‘prioritaria’ de la vida comunitaria Dos tendencias, que -si se entienden bien- son realmente complementarias, porque se implican y se explican mutuamente. Con dos peligros graves, cuando se confunde la ‘persona’ con el ‘individuo’; y la ‘comunidad’ con el ‘grupo’, que serían “el individualismo disgregante y el comunitarismo nivelador” (VFC 39). El individualismo, desde el punto de vista psicológico y sociológico, es un verdadero ‘atentado’ contra la ‘persona’, porque destruye la auténtica ‘personalidad’. Y, desde el punto de vista teológico, es una ‘condenación’, porque excluye del ámbito propio de la salvación. Y el comunitarismo es la disolución de la verdadera comunidad.

La persona es un ser abierto, que tiene y mantiene comunión y comunicación profunda con otras personas y, en definitiva, con Dios. El individuo, en cambio, ha roto toda vinculación profunda con los otros, aislándose de las demás personas, y vive cerrado sobre sí mismo… Caín, en el desierto después de haber matado a su hermano, huyendo de Dios y de sí mismo es el símbolo humano y religioso del ‘individualismo’. La persona sólo es de verdad persona en relación profunda con las demás personas, es decir, en comunidad. Y una comunidad sólo merece de verdad este nombre, cuando es comunidad de personas.

La persona es siempre creadora de comunidad, porque es sujeto activo y pasivo de relaciones interpersonales, que son las únicas que crean comunidad. Un conjunto de personas constituyen una comunidad. El individuo sólo es capaz de crear grupo o simple equipo de trabajo, pero no verdadera comunidad. Y, por su parte, la comunidad auténtica es ‘creadora de personas’, porque es escuela permanente de ‘personalización’ y de crecimiento personal, por medio de relaciones interpersonales cada vez más estrechas y profundas. Por eso, si una comunidad ‘ahoga’ o diluye la originalidad de cada persona, no es verdadera comunidad, sino grupo. La ‘comunidad’ destaca el valor y la ‘personalidad’ de la persona. El ‘grupo’ pone de relieve lo colectivo, es decir, lo neutro e impersonal. La comunidad se caracteriza por la unidad y por el pluralismo. En cambio, el grupo se caracteriza por la simple uniformidad exterior. La unidad enriquece, mientras que la uniformidad empobrece. Pablo VI hizo esta grave afirmación: "Si algunos religiosos dan la impresión de estar oprimidos por su vida común, la que por el contrario hubiera debido haberles hecho crecer, ¿no se deberá a que falta aquella cordialidad y amabilidad con que se alimenta la esperanza?" (ET 39).

La praxis de la vida comunitaria consiste en ir entretejiendo, sin desfallecimiento y sin descanso, una red de relaciones interpersonales, cada día más profundas, que mantengan a las personas en mutua abertura y en mutua comunión. Unas relaciones de conocimiento y amor que las libere de la soledad y las vaya enriqueciendo natural y sobrenaturalmente y les vaya posibilitando el fiel cumplimiento de su misión. No se trata -ni siquiera como ideal- de tener todos las mismas ideas, los mismos sentimientos, un mismo carácter o desarrollar todos la misma actividad. Esto -si fuera posible- sería empobrecedor.

Como presupuesto necesario, para vivir en intercomunión, hay que valorar a todos y a cada uno de los miembros de la comunidad como persona. Por consiguiente, cada uno debe ser considerado y tratado siempre:

-como persona, que debe realizarse a sí misma en la interrelación e intercomunión
fraterna;

-como persona, que está destinada directa e inmediatamente a Dios;

-como persona, que es hija del Padre en su Hijo Unico, por la acción del Espíritu Santo;

-corno persona, que no puede ser ‘dominada’ por nada ni por nadie, ni manipulada o utilizada como instrumento en orden a una empresa, aunque sea de apostolado, sino que debe ser admitida amorosamente a la intercomunión fraterna y a la colaboración en la misión apostólica; teniendo muy en cuenta que la verdadera colaboración es siempre de persona a persona, y no de persona a instrumento.

En definitiva, "el que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se hace a sí mismo más hombre" (GS 41). Porque la divinización es la más plena realización humana de la persona.

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(1)Juan Pablo II, Alocución del 10 de noviembre de 1978 (cf Alocución del  28 de octubre de 1979).

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Foto por por Ian B. Line