En conversaciones de pasillo, durante el Concilio Vaticano II, se decía con cierto humor: "a fuerza de exaltarla en la predicación y la teología, María ha acabado ‘excomulgada’. Es hora de devolverla al seno de la comunión eclesial". Sin duda, María es miembro eminente en la comunión de los santos, pero no deja de ser miembro, y la eminencia parecía haber ocultado la pertenencia. Nuestro propósito es mostrarla como haz de relaciones. En esta primera entrega recordamos algunas formas de enaltecimiento suyo que se dieron en el pasado; indicamos luego ciertos efectos que pudo tener esa forma de presentarla; ofrecemos al fin un apunte sobre la importancia de la relación.
Exageraciones del pasado
Sobre todo a partir de la Edad Media, y sobre todo del Barroco, el interés por la singularidad de María alcanzó extremos sospechosos: se la adornó de prerrogativas, privilegios, exenciones; se la situó casi en la otra orilla, distinta de la del común de los mortales; se la vio como ser aparte y absolutamente excepcional por todos los costados. Hasta cierto punto se explica, porque su singularidad es innegable; pero también pesó la coyuntura cultural. El Medievo considera la sociedad como un todo jerárquicamente organizado, en cuya cúspide se halla el rey, y en la base los siervos de la gleba; cada estamento tiene régimen jurídico propio; el monarca concede títulos y privilegios. El Barroco se caracteriza, entre otras cosas, por la amplificación. Es fácil trasponer al orden religioso esos rasgos de cada época; sumando ambas tendencias, la encendida palabra de predicadores, publicistas y teólogos de los cuatro últimos siglos convierte así a María en un personaje que hoy se nos antoja casi de otra condición y otro mundo.
En esos sermones y escritos aparece como una figura colmada y sobresaturada de dotes.
Según algunos, es un ser ya consciente desde su misma concepción, y al punto ejercita las virtudes teologales. Son ajenas a ella las carencias, la enfermedad, el deterioro físico, la pérdida de facultades, los errores; da la impresión de que no vive procesos, ni aprendizajes, como si estuviera más allá de la historia.
La Madre Agreda (+1665) dice que María derramó lágrimas a poco de ser concebida; que, llegada a la edad de los 33 años, quedó estabilizada en ese punto de madurez, con una plenitud física inmarcesible; que experimentó en distintas ocasiones la visión beatífica, como un morador del cielo. Podemos deducir que su categoría de ser humano ha sido única: ella sola la llena, y los demás nos quedamos fuera. Otro tanto cabe decir de su categoría de mujer; y de sus carismas: se le aplicaba el principio de "om-nicontinencia", según el cual se arracimaban en ella todas las gracias y dones que Dios distribuye entre sus fieles y santos.
Daños y peajes
Lo que a ciertas generaciones produce pasmo a otras les causará problemas. Los olvidos y silencios que se daban en esa visión de María, la etiqueta de "privilegio" puesta sobre ciertos dones suyos, el pairito de la hipérbole, el gusto por los superlativos y las concesiones a una fantasía poco contenida tendrán este resultado: esa mujer se nos vuelve pasmosamente irreal, no encaja en las ideas y esquemas que, desde la experiencia, nos hacemos de los mortales y de su vida.
El espesor humano de María se volvía tenue, a fuerza de excepciones. Remedando palabras de un filósofo a propósito de otro asunto, diríamos: la humanidad concreta de María muere con la muerte de las mil excepciones. Si se reducen las notas que se pueden predicar a la vez de ella y de nosotros, parece que no podemos afirmar de María lo que se nos enseña de Jesús: que fue "semejante en todo a nosotros, menos en el pecado" (Heb 4,15). Decimos, en fin, que nada humano es perfecto; pero a ella se la presentaba como la omniperfecta; conclusión: casi no parecía humana.
De tal modo se la elevó que esa presunta verdad suya acabó siendo inverosímil. Se cumplía con dicha imagen mariana la conocida expresión "morir de éxito". Como se sabe, algunas especies animales desarrollaron un sistema de defensas tan hipertrofiado que se volvió contra ellas y provocó su extinción; también a esta representación de María, su desmedido desarrollo acabó pasándole factura. El cambio vendría de la mano de una lectura más afinada de la Escritura, del examen de ciertos "principios marianos" como el apuntado más arriba y de un sentido medianamente crítico de las cosas.
Los dos últimos siglos han sido épocas de democracia en Occidente, estaciones de reivindicación de la igualdad, tiempos de repartos equitativos y cuotas; muchas viejas diferencias se perciben como formas de discriminación. Con María ha sucedido esto en parte: sus privilegios se han visto como atentado a la condición común. ¿Habremos olvidado que es hermana nuestra? Al menos, rara vez le dábamos ese título.
Sectores de mujeres consideran que cierta imagen de María difundida en la Iglesia tiene efectos contraproducentes. El cliché habitual del pasado -dicen- ofrecería estos rasgos: María es una mujer encerrada en los muros domésticos, sumisa y pasiva, callada y oculta, do-lorosa y sufriente, "humilde" y abnegada. ¿Se pueden admitir tales formas de relación? ¿Es ése un modelo válido para la mujer, quien reclama una intervención activa en los variados campos de la vida pública? Esa propuesta fomenta el predominio del varón y la esclavitud femenina. Un poderoso anhelo de emancipación y un amor a la propia verdad que habita a toda mujer conducirán al rechazo de tal modelo.
En principio era la relación
La palabra griega "lógos" significa, entre otras cosas, relación. Según esto, podríamos traducir el comienzo del cuarto evangelio: "En el principio existía la relación". Cada vida, cada historia, están trenzadas con otras vidas e historias. No aparecemos en el mundo por generación espontánea; el embrión necesita implantarse en la matriz, y semanas más tarde la madre lo alimentará por el cordón umbilical; entre madre e hijo se entabla ya durante la gestación una relación del todo especial, y después del nacimiento es decisiva para el niño la urdimbre afectiva que se teje entre ambos.
La criatura habrá de crecer en autonomía, y esto requiere cortar lazos, empezando por el cordón umbilical y por la fusión anímica entre niño y madre. La aparición de la palabra puede expresar esa separación y una nueva forma de vínculo; además, la palabra dilatará enormemente la capacidad de establecer relaciones.
Vivimos en la aldea global. Hay trazadas incontables pistas por tierra, mar y aire. Circulan masas de información; fluyen capitales, se deslocalizan empresas, emigran colectividades. Las facilidades de comunicación crecen exponen-cialmente: teléfono, fax, cibercorreo, chat, vide-oconferencia. Hay peligros: el coleccionismo del que quiere "tener un millón de amigos", la superficialidad y mariposeo de "la cultura de los tres minutos", la aceleración de los procesos sin respetar los ritmos que ciertas formas de relación piden. María vivió en otra cultura, marcada sin duda por límites; pero sus relaciones pudieron ser variadas, esenciales, hondas. ¿Por qué no examinarlas?