Nos vamos a referir a las parejas heterosexuales que en el momento de constituir su unidad conyugal, conviven como «marido y mujer», al margen de las instituciones establecidas tanto por el Estado como por la Iglesia.
Ante este hecho social, los cauces institucionales pueden adoptar dos posturas: o ignorarlas olímpicamente, teniendo en cuenta que las «uniones de hecho» son las primeras en ignorar los cauces institucionales establecidos; o intentar regularlas de alguna manera y con realismo.
La primera postura tiene la ventaja de dejar las cosas claras para todo el mundo en el plano institucional existente. Esto son lentejas, parece decir. El que quiere las come, y el que no, las deja. Pero, quien las deja, que se atenga a las consecuencias. Así se considera que se defiende el matrimonio y la familia contra las embestidas de los francotiradores individualistas y anti-institucionales. Sin embargo, el. defecto mayor de esta posición es su falta de realismo. Porque entre las consecuencias que se derivan de esa toma de posición institucional puede estar la negligencia, por ejemplo, en la protección de los derechos de los hijos de la pareja, que no eligieron nacer en esas uniones, y de la misma pareja en aspectos que miran a los beneficios de la seguridad social, del régimen de pensiones y de otros aspectos.
Lo segunda postura trata de ser más realista de cara a las consecuencias que se pueden derivar de una unión de hecho. Si pretende regular este hecho social no es por otra razón que para evitar mayores males que pueden derivarse del total desconocimiento legal. Sin embargo, esta regulación no está carente de problemas. Puede verse en ella una subrepticia manera de canonizar los hechos sociales, haciendo de estas uniones de hecho una alternativa paritaria al matrimonio, con lo cual éste quedaría devaluado. Por otra parte, puestos a regular, el legislador puede preguntarse si no iría precisamente esta regulación contra la pretensión de quienes han elegido esa forma de familia, puesto que ellos libremente se han excluido de la misma.
A pesar de todo, personalmente me inclino por esta segunda postura, siempre que la regulación jurídica trate de obviar estos inconvenientes. A mi modo de ver las cosas, esto exigiría una buena dosis de prudencia institucional y pastoral.
Respecto del plano institucional pienso que el Estado podría conceder un determinado estatuto jurídico, a estas parejas unidas de hecho, del que se pudiera derivar la protección de ciertos derechos, cuidando, sin embargo, de no equiparar este estatuto jurídico al matrimonio.
Respecto del plano ético-pastoral, habría que insistir a las parejas que pretenden formar una unión de hecho, antes de llevar a cabo su propósito, que tal intento es negativo éticamente, puesto que representa un escamoteo de la dimensión institucional del amor. Naturalmente esta insistencia ha de ser respetuosa con la decisión -tomada en conciencia y libremente- de la pareja en cuestión, evitando ciertos chantajes afectivos, sobre todo por parte de los familiares más allegados, incompatibles con la honestidad humana y con la caridad. Sin embargo, cuando el propósito se ha consumado y la pareja ya vive una unión de hecho, considero que la primera actitud pastoral que es necesario mantener es la de no demonizar semejante situación, evitando juicios condenatorios precipitados y tratando de ayudar a los implicados en ella. Sencillamente se trata de no abandonar a estas parejas, sino de acogerlas y ayudarlas, aprovechando para ello-cualquier momento de encuentro. Conviene tener en cuenta que estas parejas, si han sido o son creyentes, con frecuencia están apartadas de la comunidad eclesial. Sin embargo, la comunidad eclesial no puede estar apartada de ellas, desentendiéndose y abandonándolas a su propia suerte. Más bien se tratará de entablar un diálogo clarificador con ellas con la ocasión que puede brindar, por ejemplo, la petición del bautismo para los hijos nacidos de esa unión.