La felicidad vende mucho, Es un negocio que mueve muchos millones. Más que objetos y servicios compramos promesas y momentos felices. El evangelio también nos muestra un camino de felicidad. Pero es un camino escandaloso. Las bienaventuranzas nos revelan un mundo al revés. Según ellas son felices los pobres y los hambrientos. Y son felices porque con la llegada del reino de Dios van a dejar de ser pobres de necesidad para convertirse en a primera dificultad que nos podemos encontrar al leer las dos versiones de las Bienaventuranzas en Mateo y Lucas, es que no usan la misma expresión. En el primer caso se habla de los «pobres de “espíritu o de corazón” y en el segundo de los pobres a secas. Ellos, junto con los perseguidos por la justicia, son los «dueños» del Reino de Dios. Veamos si se puede aclarar algo este punto.
En el lenguaje popular, un «pobre de espíritu» es una persona con pocas cualidades, con poca formación, alguien digno de lástima. Una especie de persona desastrosa. No es éste el significado que quiere darle el evangelista, por lo que diremos más adelante.
Nos gusta más esa explicación que nos han dado muchas veces: el pobre de espíritu es el que pone su confianza en el Señor, el que se siente pequeño ante Él, el que se abre a su ayuda, el que es dócil… Y nos gusta más, porque así nos apuntamos todos al Reino. Pero esto es un autoengaño, porque esos pobres vienen siempre acompañados de los hambrientos, los lisiados, y tendríamos que pensar entonces en «lisiados» espirituales, o de hambrientos de Dios… No corre mucho el texto, y además nos deja muy tranquilos.
Tenemos dos criterios para arrojar un poco de luz. El primero es el propio idioma judío: el espíritu o el corazón tienen que ver con la voluntad, la inteligencia, los sentimientos y actitudes. Estaríamos pues ante aquellos que tienen la pobreza como criterio de vida, como actitud, como decisión voluntaria. El segundo criterio (y no menos importante) es el propio Jesús: las bienaventuranzas todas son una descripción del estilo de vida de Jesús y sus discípulos, y tienen como trasfondo el Decálogo de Moisés. Por eso, habrá que mirar en esas dos direcciones para aclarar el tema.
LA POBREZA DE JESÚS NO ES «DAMA»
Vaya por delante que Jesús no exalta en absoluto la pobreza como un valor. No se casó con la «Dama Pobreza», que tiene bien poco de Dama, aunque sí se divorció abiertamente de «Don Dineros». El punto de partida de Jesús y el centro de su vida es el amor a Dios Padre sobre todas las cosas. Estamos con el primer mandamiento: «No tendrás otro Dios junto a mí. Yo soy el Señor tu Dios, y amarás al Señor tu Dios con todo tu ser…». Y cuando se ama a un Dios que es Padre (Abbá) y que tiene tantos hijos necesitados, se le vacían a uno las manos y los bolsillos: ellos son hermanos, y el corazón (que suele estar muy cerca del bolsillo) se llena de nombres y se vacía de cosas.
Jesús y sus discípulos están en comunión vital con los «anawin», los pobres de los que habla la Biblia (y la bienaventuranza de Lucas): los que sufren cualquier carencia, los que no tienen bienes, salud, prestigio social, belleza, conocimientos, aprecio, libertad, los marginados en cualquier orden, los inferiores, los pequeños, los oprimidos.
Jesús no pertenecía a la clase social baja: tenía una profesión, educación y formación, sabe leer (que para la época no era cosa de cualquiera), conoce bien la Escritura, lleva una túnica sin costuras, y no le faltó la comida de cada día, ni las amistades con algunas personas que le ayudaban económicamente… Ya pesar de ello, se fue desprendiendo de todo e identificándose con los más pobres desde el comienzo de su vida.
¿POR QUÉ SON BIENAVENTURADOS?
Pero Jesús no opta por la pobreza como si ésta fuera un bien, sino porque el amor le lleva a solidarizarse con los pobres para, desde dentro, ayudarles a superar una situación de injusticia.
¿Qué tienen los pobres para que Jesús les proclame bienaventurados? Los pobres no son «mejores» que otras personas, ni modelos de nada. A veces queremos «canonizar» a los pobres indiscriminadamente y entre los' pobres hay de todo. Es verdad que pueden darnos lecciones de solidaridad, de apertura a Dios, de espíritu comunitario… pero también se lleva uno buenos chascos con ellos. No: ellos no se «merecen» nada de Dios. La clave está más en Dios que en ellos.
También se puede uno preguntar qué tenía el pueblo de Israel para que Dios tomase partido por él cuando estaban esclavos en Egipto, qué había visto Dios en ellos para que decidiese intervenir. Pues el propio Dios se lo cuenta a Moisés a través de la zarza del Horeb: He visto la opresión de mi pueblo, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos… Dios se va a revelar, seva a dar a conocer como aquel que se acerca al hombre que sufre, que está oprimido por el Faraón de turno, para sacarle de su limitación, hacerle algo grande, ayudarle a descubrir la libertad y, darle todos los medios para que sea persona (la tierra prometida). Y eso sin condiciones. El amor de Dios no tiene más condiciones que el querer acogerlo. Es una salvación gratuita (pura gracia).
Y Jesús se dirige a esos «anawin» por las mismas razones. Porque ya han sufrido bastante, porque necesitan descubrir su dignidad, porque tienen derecho a ser queridos, porque están pagando las consecuencias del pecado más denunciado por los profetas: la injusticia, la avidez, el servir al Dios-Tener (me gusta su nombre bíblico: Mammón: es sugerente, ¿verdad?) e incluso pretender estar disponibles para Dios sin renunciar a las cosas (los dos amos de los que hablará Jesús).
¿PERO SON FELICES LOS POBRES?
Eso de que son felices o dichosos no es nada fácil de ver. Claro, si mandamos el Reino de Dios a la otra vida, de paso que le damos la razón a K. Marx, le quitamos el sentido a la tarea evangelizadora de Jesús y espiritualizamos la Buena Noticia de manera escandalosa. Ni los profetas ni Jesús iban en esta dirección.
Traemos aquí un texto que nos complica todavía más: «No andéis preocupados por el mañana, pensando qué vais a comer o a beber, o con qué os vais a vestir… mirad los lirios del campo y las aves del cielo…». Que queda muy bonito, pero que deja muy desconcertado a más de uno cuando se lo leen. Para comprenderlo hay que situar el texto en su contexto (como siempre): en el Sermón del Monte, y en sus destinatarios: los discípulos, la comunidad de Mateo, los cristianos. Jesús sabe por experiencia que cuando uno se entrega sin condiciones a los demás, cuando se pone del todo al servicio del Padre, nunca le faltará «el pan nuestro de cada día». Y si el verbo «com-partir» es uno de los principales entre sus discípulos (además de que suena a Última Cena y a hacer lo mismo en memoria suya)…, nunca pasará nadie necesidad: «No había indigentes entre ellos, pues los que poseían campos o casas, los vendían, llevaban el precio y lo depositaban a los pies de los apóstoles. A cada uno se le repartía según su necesidad» (Hch 4,34). El mundo empieza a ser de otra manera, y la Comunidad empieza a ser «levadura subversiva» en la masa.
Y TIENEN UN REINO
Para decirlo con palabras que entendamos mejor: «Dios decide ejercer con ellos sus cualidades reales», los asume como subditos de honor, los últimos que empiezan a ser primeros. Era tarea del rey el asegurar a sus subditos la justicia. El rey es el protector del pobre contra el rico, el que hace respetar los derechos de la viuda y del huérfano, del oprimido y del extranjero (ver el Salmo 72 o el 146). No están, por tanto, abandonados a su suerte: Dios está con ellos, y si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?, como decía Pablo de Tarso. Y al revés: Dios está contra los que tienen problemas para hacer pasar un camello por el ojo de una aguja.
Así que: Un empeño de Dios para hacer justicia (por eso también los perseguidos por la justicia «tienen» el reino de los cielos), y una tarea para la comunidad: vivir «pobres de espíritu» entre los pobres de la tierra, entre los «anawin». De estas dos cosas depende su felicidad. Más de la primera que de la segunda (porque si no, iban apañados!). Y además «los pobres de espíritu» encontrarán su felicidad preocupándose más por el Reino y la Justicia, que por todas las demás cosas que nos suelen ocupar y preocupar.
Para dialogar y orar
- Revisar mi «pobreza espiritual» a partir de hechos concretos de mí vida: ¿lo soy? En mi Comunidad/Parroquia, ¿cuáles son y debieran ser las opciones por los pobres? ¿Qué es lo que más me cuesta compartir con los demás? ¿Porqué?
- Buscar testimonios cercanos a nosotros (conocidos y anónimos) de personas «pobres de espíritu» y comprobar si su pobreza va acompañada de «Bienaventuranza». ¿Hasta dónde sería capaz de hacerme pobre para seguir más de cerca a Jesús?