Por el don de piedad nos hacemos conscientes de nuestra identidad de hijos adoptivos de Dios y de la fraternidad humana. Hijos en el Hijo, creados a imagen del Primogénito por el Hálito divino. Esta identidad, por gracia del Espíritu, se explicita en actitud dócil y respetuosa para con Dios y en gestos entrañables y solidarios para con los hermanos.
Por el don de piedad, el corazón de piedra se convierte en corazón de carne. “Yo les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica, y así sean mi pueblo y yo sea su Dios.” (Ez 11, 19-20)
Ternura de Dios efundida en el corazón humano, entrañas divinas, prolongadas por los gestos piadosos de todos los que han sido hechos a imagen del Creador. Y ningún gesto más piadoso que el de María, la mujer que acogió en su seno al Verbo, que ella tomó carne, y de ella nació y por ella fue amamantado. El Hijo amado de Dios creció en el regazo de la Nazarena, balbuceó las primeras palabras ante la mirada silenciosa y contemplativa de María. Murió en la presencia fuerte de la Mujer bendita, que recibió el cuerpo yacente de Jesús con el dolor de una nueva maternidad.
La Piedad se aplica a María, el sexto dolor, y en ella recibimos la enseñanza de cómo relacionarnos con quien amó tanto al mundo que le entregó a su Hijo, y con los que han sido redimidos por la sangre redentora.
Por el don de Piedad se vence todo inclinación intolerante, violenta, impaciente, y se reacciona con ternura, amabilidad, comprensión, perdón. Es el don que hace posible la convivencia por los sentimientos compasivos, fraternos, que nacen de la experiencia de llamar “Padre” a Dios, y de tratarlo como dador del don de la vida, participación sagrada que los humanos tenemos en Aquel que es la Vida.
Estamos invitados a acrecentar la civilización del amor, de la belleza, de la bondad, y no hay forma más elocuente de hacerlo que convertirnos en prolongadores, por gestos religiosos y humanitarios, de la vocación y mandamiento que nos dio Jesús, nuestro hermano mayor.
“¡Ven, Espíritu Santo, infúndenos el don de Piedad!”