¡Ven Espíritu, Vida!

Cuando pedimos la venida del Espíritu no queremos volar al cielo, ni ser trasladados al mundo que vendrá, sólo Implica una afirmación de la vida.

Lo mejor que nos puede suceder es vernos agraciados con el don y la presencia del Espíritu Santo. No es un espíritu entre otros, buenos o malos; es el Espíritu de Dios. Y donde está el Espíritu allí está Dios de una manera especial. El Espíritu es mucho más que un don de Dios en medio de otros. El Espíritu es la presencia de Dios sin ningún tipo de restricción.

Donde está presente el Espíritu se experimenta la vida en toda su integridad, totalidad, fuerza; como vida sanada y redimida. Nuestros sentidos quedan potenciados por su presencia. Sentimos, gustamos, tocamos y vemos nuestra vida en Dios y a Dios en nuestra vida. Es la mejor experiencia de uno mismo. ¿Qué de extraño tiene que llamemos al Espíritu Consolador (Paráclito) o Fuente de la Vida?

Cuando pedimos la venida del Espíritu (Veni Creator Spiritus) no queremos volar al cielo, ni ser trasladados al mundo que vendrá suplicamos que venga aquí, a la tierra, a nuestra historia. El Veni Creator implica una afirmación fuerte de la vida, de esta vida. Y cuando Dios escucha nuestra petición, el Espíritu se derrama sobre toda carne (Joel 2,28; Hech 2,17ss). Se trata de una metáfora pasmosa, sorprendente. Toda carne es ciertamente el ser humano, pero también todos los seres vivientes, como plantas, árboles y animales (cf. Gen 9,10ss). Carne significaba para el profeta Joel «el débil, la gente sin poder y sin esperanza» (H.W. Wolff), el joven y el anciano. Nadie es demasiado joven, ni demasiado viejo para recibir el Espíritu.

Cuando el Espíritu Santo es enviado, viene como una tempestad; se derrama sobre todos los seres vivientes, como aguas de riada, invadiéndole todo. Si el Espíritu es realmente el Espíritu de Dios, toda la realidad invadida por el Espíritu, queda entonces deificada, divinizada. El Espíritu llega a nosotros y asume diversas formas. Es como el agua que primero es fuente, luego río y finalmente lago. Una misma es el agua, pero las formas de su flujo son diferentes y graduales. El Espíritu es la Gracia por excelencia; después asume las formas de los carismas o energías del Espíritu. Los carismas son como flujos o emanaciones del Espíritu.

Pero, ¿de dónde nos viene el Espíritu? ¡Del semblante esplendoroso de Dios! Cuando Dios hace brillar su rostro sobre nosotros, nos concede su gracia, su bendición, su Espíritu. El rostro de Dios, resplandeciente de alegría, es la fuente luminosa del Espíritu Santo (J. Moltmann).

Dios hizo brillar su rostro sobre Jesús; por eso los acontecimientos de su vida estaban envueltos en el Espíritu que el Padre le transmitía. (concepción, bautismo y resurrección).

Al irse Jesús de este mundo, rogó al Padre que nos concediera otro Consolador (Jn 14,16). Irse de este mundo, es lo mismo que morir. Mientras Jesús muere, el Espíritu está junto al Padre y Jesús le ruega que no nos deje huérfanos, que nos envíe al Consolador. Pero Jesús también añade que también Él mismo enviará al Consolador «desde el Padre», pues «es el Espíritu de la verdad que procede del Padre» (Jn 14,26). Jesús muere para interceder por nosotros, para pedirle al Abbá que nos envíe su Espíritu. Pero Jesús muere también para enviarnos Él mismo el Espíritu que procede del Padre.

¿Cómo discernir dónde se encuentra el Espíritu Santo? El exorcismo dice en negativo, lo que la eplíciesis dice en positivo. Allí donde puede ser pronunciado de corazón el nombre de Jesús, allí está el Espíritu. Todo aquello que pueda ser contemplado a través del rostro de Jesús crucificado es espíritu de Dios. No puede ser pronunciado el nombre de Jesús para justificar la violencia, el desamor, la envidia. No encaja con el rostro del Señor crucificado la falta de amor, la venganza, la autojustificación, el autoritarismo.

La experiencia del Espíritu conlleva una experiencia extraordinaria de uno mismo. El Espíritu invade su vida de tal manera que se puede hablar de morir y renacer.

José Cristo Rey García