A un amigo mío le gusta reírse de sus peleas a propósito del crecimiento. “Cuando yo estaba en la década de mis veinte años -se mofa- me imaginé que, para cuando tuviera cuarenta, habría crecido lo bastante para desprenderme de mis malos hábitos. Pero, cuando cumplí los cuarenta, me concedí un periodo extra de diez años, prometiéndome que para la edad de cincuenta, habría dominado esos hábitos. Pues bien, ahora estoy en mis cincuenta, y me he prometido que para la edad de sesenta, estaré más maduro y más serio a propósito de las cosas más profundas de la vida”.
La mayoría de nosotros, si somos honrados, tiene una historia parecida. Somos bienintencionados, pero continuamos empujando hacia el futuro las cosas que necesitamos cambiar en nuestras vidas. Sí, necesito hacer esto, pero aún no estoy dispuesto. Quiero más tiempo. Lo haré alguna vez en el futuro.
Ese es un sentimiento casi universal, y por una buena razón. La tensión que experimentamos entre nuestro deseos de crecer y nuestra perenne tardanza e infinita obstaculización en hacer eso, refleja de hecho una tensión que yace en el corazón del mensaje de Jesús, una tensión entre las promesas de Dios como ya presentes y las promesas de Dios como aún en camino. Dicho simplemente: Todo lo que Jesús prometió está ya aquí, y todo lo que Jesús prometió está aún viniendo. Nosotros estamos ya viviendo la nueva vida resucitada, incluso mientras aún estamos esperando que llegue. ¿Qué subyace en esta paradoja?
Los eruditos bíblicos y los teólogos nos dicen que todo lo que Jesús vino a traernos (el Reinado de Dios, el Reino de Dios, la Nueva Era, la Era Final, el reinado de la justicia en esta tierra, la nueva vida, la resurrección, la vida eterna, el cielo) está ya aquí, aunque también está aún viniendo. Está ahora aquí, pero no del todo; una realidad presente, pero en tensión. Y está aún viniendo, en su plenitud; aún por llegar, en éxtasis. Está ya aquí, y aún está por ser realizado. Por ejemplo, cuando Jesús dice que ha venido para traernos nueva vida, no está hablando simplemente sobre el futuro de nuestras vidas en el cielo; está hablando también sobre nuestras vidas aquí, ya ahora. La nueva vida está ya aquí -nos segura-. El cielo ya ha empezado.
Jesús predicó esto muy claramente, y el problema no fue que sus oyentes no le entendieran. Sí que le entendieron; pero ellos pusieron resistencia a su mensaje casi de manera universal. Tanto como suspiraron porque el Reino de Dios estuviera ya aquí -como mi amigo, que continúa pidiendo otros diez años para poner su vida en orden- y, sin embargo, prefirieron empujar las cosas al futuro. Haberse hecho Dios concreto en sus vidas resultó extremadamente amenazante.
Gerhard Lohfink, el renombrado erudito bíblico, articula competentemente la resistencia que esos oyentes de Jesús tuvieron a esta parte de su mensaje y la razón para esa resistencia: “Los oyentes de Jesús prefieren empujar todo al futuro, y la historia no llega a ningún fin bueno. El reinado de Dios anunciado por Jesús no es aceptado. El ‘hoy’ ofrecido por Dios es rechazado. Y eso, eso solo, es por lo que el ‘ya’ viene a ser ‘aún no’. No es sólo en Nazaret que el ‘hoy’ del Evangelio no fue aceptado. Más tarde también, en el curso de la historia de la iglesia, ha sido rechazado una y muchas veces. La razón fue la misma que en Nazaret: aparentemente, a la condición humana se le hace cuesta arriba que Dios venga a hacerse concreto en nuestras vidas. Entonces, los deseos y las opiniones favoritas de la gente están en peligro, y lo mismo sus ideas sobre el momento. No puede ser hoy, porque eso significaría que nuestras vidas tienen que cambiar ya hoy. Así pues, aun siendo inconsecuente, puede echarse a descansar, arropado higiénica y cómodamente”.
Sospecho que a todos nosotros nos puede incumbir eso. Es muy amenazante tener a Dios venido a ser “concreto” en nuestras vidas, como opuesto a Dios que es simplemente una realidad que se hará verdadera un día. Porque, si Dios es ya concreto ahora, eso significa que nuestros mundos tienen que cambiar ahora, y nosotros tenemos que dejar de empujar las cosas a un futuro incierto. Esto no es tanto un fallo en la fe como una demora, un obstáculo, que necesita un poco más de tiempo antes de que nos lo tomemos en serio. Somos como los huéspedes de la parábola del Evangelio que son invitados al banquete de la boda. Nosotros también queremos ir a la fiesta, intentamos ir a la fiesta, pero primero necesitamos asistir a nuestros casamientos, a nuestros negocios, a nuestras ambiciones. Podemos tomarlo en serio más tarde. Hay tiempo. Intentamos de veras tomar a Jesús en serio; lo que pasa es que queremos un poco más de tiempo antes de hacer eso.
Supongo que a todos nos es familiar la torpe oración de san Agustín. Después de convertirse al Cristianismo a la edad de veinticinco años, luchó durante otros nueve por traer su sexualidad en armonía con su fe. Durante esos nueve años, oraba de esta manera: “Señor, hazme un cristiano casto…, pero aún no”.
Para su crédito, a diferencia de muchos de nosotros, al menos eventualmente, dejó de empujar las cosas al incierto futuro.