Los falsos profetas son de dos clases: los que pertenecen a falsas religiones y hablan en nombre de falsas divinidades, y los que pertenecen a la verdadera religión y equivocadamente pretenden hablar en nombre del verdadero Dios. Un ejemplo del primer grupo lo tenemos en los profetas de Baal del Antiguo Testamento ¿Quién no recuerda la dramática confrontación entre Elias, profeta de Yahvéh, y los 450 profetas de Baal (1 Re 18)? Las falsas religiones y las falsas divinidades, con sus correspondientes profetas, siguen existiendo también hoy en formas muy plurales. Son fácilmente reconocibles y no crean mayor problema. La dificultad la plantea el segundo grupo. ¿Quiénes son los verdaderos y falsos profetas dentro de la verdadera religión, más concretamente, dentro de la Iglesia?
RIESGOS DEL PROFETA
En el cumplimiento de su misión, el profeta está expuesto a ciertos riesgos, que, cuando cae en ellos, lo convierten de verdadero en falso. E. Jacob enumera cuatro: la presión del poder, la tradición inmovilista, dar gusto a la masa y el deseo de triunfar. Voy a tratar de explicarlos a partir, sobre todo, de la Escritura.
La presión del poder. Los ejemplos son numerosos, pero hay uno en el Antiguo Testamento, que vale por toda una disertación. Es la presión que el sacerdote Amasias y el rey Jeroboán II pretenden ejercer sobre el profeta Amos. He aquí el texto:
Amasias, sacerdote de Betel, mandó a decir a Jeroboán, rey de Israel:
– Amos está conspirando contra ti en medio del pueblo de Israel; el país no puede ya soportar todas sus palabras. Porque Amos anda diciendo: «Jeroboán morirá a espada e Israel será deportado lejos de su tierra».
Y Amasias dijo a Amos:
– Vete, vidente, márchate a Judá; gánate la vida profetizando allí. Pero no sigas profetizando en Betel, porque es el santuario del rey y el templo del reino.
Amos respondió:
– Yo no soy un profeta profesional. Yo me dedicaba a cuidar el ganado y a cultivar higueras. Pero el Señor me tomó y me ordenó que dejara el rebaño diciéndome: «Vete y profetiza a mi pueblo Israel» (Am 7,10-15).
En su respuesta al sacerdote Amasias, Amos distingue dos clases de profetismo: el suyo, que tiene su punto de partida en una intervención casi violenta de Dios, c que lo arrancó de sus tareas ordinarias para enviarlo a profetizar a Israel; y segundo, un profetismo burocrático, profesional, del cual Amos quiere distanciarse con todas sus fuerzas, pues no quiere que nadie lo confunda con él. El primero convive pacíficamente con Amasias y con Jeroboán II, porque se somete servilmente a los intereses del poder constituido (el sacerdocio y la monarquía). El segundo entra en conflicto con la institución, porque no se pliega a las presiones del poder, sino que proclama libre y fielmente la palabra de Dios, aunque le cueste la expulsión. El primero es el falso profetismo, el segundo el verdadero.
Ante las presiones políticas y sociales los falsos profetas se callan como perros mudos. En cambio, los profetas de verdad dejan oír su voz libre y valiente a través de lo que se conoce como la «denuncia profética». Natán denuncia a David porque ha dado muerte a Urías para aprovecharse de su mujer, Betsabé. Elias se enfrenta con Ajab, porque ha dado muerte a Nabot para apoderarse de su viña.
Amos denuncia a los jueces que se venden por dinero; denuncia la rapacidad de los poderoso, la inmoralidad de los comerciantes, el lujo y el consumismo de las señoras ricas de Samaría; denuncia el sistema de impuestos cuando éstos se convierten en fuente de pingües ingresos para quienes los controlan. Isaías denuncia el aparato jurídico-legal cuando promulga leyes que benefician a los poderosos y dejan sin protección a los débiles. Miqueas denuncia la avaricia de los terratenientes y latifundistas. Ezequiel denuncia los prestamistas sin escrúpulos.
El principio y la norma suprema que preside la actuación del auténtico profeta es la fidelidad a la voz de Dios, libre de los condicionamientos de la religión oficial real o la religión sacerdotal cultual, libre asimismo de los condicionamientos y presión de los poderes tácticos. El auténtico profeta sabe que sus últimas instancias de referencia no son ni el rey ni el sacerdote, ni tampoco las personas o grupos influyentes, sino solamente Dios.
JESÚS, HOMBRE LIBRE
En este punto como en todos, el profeta con mayúsculas es Jesús de Na-zaret. Uno de los calificativos que mejor le convienen es el de «hombre libre». Así lo han definido sus propios enemigos en uno de los mejores retratos que tenemos de él en los evangelios: «Llegan unos fariseos, junto con algunos herodianos, con el fin de sorprenderlo en alguna contradicción, y le dicen: «Maestro, sabemos que eres sincero y no te dejas influir por nadie, pues no miras las apariencias de las personas, sino que enseñas con verdad el camino de Dios»(Me 12,13-14). Jesús fue libre y obró con libertad frente a los dirigentes civiles y religiosos, frente a los poderes tácticos, frente al pueblo, e incluso frente a los suyos, que creían que no estaba en sus cabales y querían recluirlo dentro del clan familiar (Me 3,20-21). La mayor prueba de su libertad es que pronto su presencia y actuación resultaron incómodas, especialmente para los dirigentes y los instalados, y optaron por deshacerse de él. También Sócrates fue la conciencia crítica de la sociedad de su tiempo, pero la reacción del pueblo no fue tan enconada y tan expeditiva.
LA TRADICIÓN INMOVILISTA Y RUTINARIA
El profetísmo profesional cortesano y clerical, no sólo se pliega al poder constituido por servilismo, sino que se deja llevar, a su vez, por una tradición inmovilista, que lo conduce a la rutina y cierra sus oídos a la voz de Dios. Esta es la postura de un profetismo romo, sin imaginación ni creatividad, que repetía siempre los mismos tópicos. El ejemplo más significativo lo presenta Jr. 28, donde se describe el enfrentamiento entre los profetas Jeremías y Ananías a propósito del retorno de los desterrados. Según Ngally, Ananías representa «la ideología política intemporal y abstracta, mientras que Jeremías busca la salvación concreta del hombre de carne y hueso». «Ananías personifica al patriota inmovilista, bloqueado por axiomas teológicos. Jeremías, en cambio, es el humilde partero de una sociedad nueva, atenta a los signos de los tiempos» (L Ramlot).
Cabría recordar aquí el pensamiento de J. L Sicre cuando habla de que lo que está en juego en los conflictos entre los falsos y verdaderos profetas, es la vida del pueblo, tanto en el aspecto religioso, como en el orden social y político. Lo que buscan los auténticos profetas es coherencia entre la vida ética y la religiosa, un orden social justo y decisiones políticas que redunden en bien de la comunidad. No se trata de la confrontación entre dos teologías o dos revelaciones. Se trata del conocimiento y fidelidad al designio divino, que busca siempre el bien del hombre concreto.
Frente al inmovilismo rutinario y sistemático del falso profetismo, se alza la proyección de futuro de los verdaderos profetas, que encuentra su mejor expresión en las llamadas «utopías proféticas», abiertas siempre a nuevos horizontes y al alumbramiento de una sociedad mejor.
En este punto viene al pensamiento el inmovilismo legalista de los profetas judaizantes, que tanto hicieron sufrir a San Pablo, el profeta de la apertura, la libertad y la salvación por la fe.
DAR GUSTO A LA MASA
La tentación de dar gusto a la masa, confundiendo la voz del pueblo con la voz de Dios, la sufrió incluso el propio Jesús, el profeta por antonomasia. Cuando el pueblo, enfervorizado por la multiplicación de los panes, quiso arrebatarlo y proclamarlo rey, Jesús se sintió sin duda halagado, pero esquivó el peligro y se refugió en la oración (Jn 6,15).
En el Antiguo Testamento son bien conocidos los llamados «profetas-paz», denunciados por Miqueas, Jeremías y Ezequiel, porque profetizan paz y bonanza de manera mecánica y automática, sin prestar atención a la voz de Dios y a la coyuntura histórica, sino simplemente por halagar los oídos del pueblo.
«¡Ah, Señor! Mira que los profetas dicen: No verán la espada ni pasarán hambre, sino que habrá paz duradera en este lugar. Y el Señor me dijo: es mentira lo que éstos profetizan en mi nombre; yo no los he enviado, no les he mandado nada ni les he hablado; visiones falsas, vanas predicciones, fantasías de su propia imaginación, eso es lo que profetizan» (Jr 14,13-16; ver 1 Re 22; Miq 3, 5-8; Ez 13).
EL DESEO DE TRIUNFAR
Una de las acusaciones que se hace a los falsos profetas es que emplean el ministerio profético como plataforma para medrar y mejorar su posición personal y social. Amos y Miqueas acusan a los falsos profetas de obrar por interés: a los que los agasajan con regalos y donativos les anuncian bienes y venturas; a los que no les dan nada, desventuras (Am 7,12; Miq 3, 5-8).
El sacerdote de Betel, Amasias, confunda a Amos con los profetas profesionales, que hacen del ministerio un medio de vida. Pero Amos deja bien claro que él no es de ésos, que él no es un mercenario ni un asalariado sino un profeta de vocación; su profesión es la de agricultor y de ella vive.
CRITERIOS PARA DISTINGUIR LOS PROFETAS
El discernimiento entre los verdaderos y falsos profetas es una cuestión que ha preocupado de manera apremiante y casi angustiosa a los autores bíblicos y a los escritores de la Iglesia. Son numerosos los criterios que se han propuesto (la vocación, la vida del profeta, la doctrina, los milagros…), pero ninguno de ellos es definitivo y apodíctico. Solamente a posteriori, el paso del tiempo, el refrendo de la comunidad y el veredicto de la comunidad, colocan a cada uno en su sitio.
EL VEREDICTO DEL TIEMPO
El tiempo es el juez supremo que da y quita razones. Mientras viven, los profetas de ayer, de hoy y de mañana, precisamente por serlo, están sometidos a debate y discusión. «¡Ay de mí, madre mía, porque me diste a luz, varón discutido y controvertido por todo el país!» (Jr 15,10). Simeón le anuncia a la Virgen que el Hijo será «signo de contradicción» (Lc 2,34).
Los que ya somos mayores recordamos que en los años cincuenta, varios testigos de la fe (digamos «profetas») fueron vivamente controvertidos, algunos de ellos sufrieron incluso destierro. Llegaron los años sesenta, los años del Concilio, y los anteriormente discutidos y proscritos se convirtieron en expertos artífices del Concilio. En algún caso, por ejemplo, los padres Y. Congar y H. de Lu-bac, fueron desagraviados y premiados con la púrpura del cardenalato.
Mayor ha sido el vuelco producido por el paso del tiempo en los teólogos y biblistas (algunos tienen mucho de «profetas») de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Recordemos, por ejemplo, al P. Lagrange (1855-1938), fundador de la Escuela Bíblica de Jerusalén (1890). Durante su vida fue acusado de racionalista y modernista; algunos de sus libros fueron prohibidos; se vio obligado a abandonar sus estudios de Antiguo Testamento; se vio obligado a abandonar por algún tiempo la enseñanza y su Escuela de Jerusalén, reducido al silencio. Sufrió un verdadero calvario.
El 12 de diciembre de 1990, a cincuenta años de la muerte del P. Lagrange, Juan Pablo II escribía a Jean Guitton una carta en la que, entre otras cosas, le decía: «Sé que está usted escribiendo un libro sobre el P. Lagrange, con el fin de preparar su canonización. Sepa que he sido yo mismo quien le ha encargado este trabajo».
Y el 4 de julio de 1991, al cumplir los noventa años, Jean Guitton recibía otra carta del Papa en estos términos: «Me alegra sabe-r que ha terminado usted la redacción del libro sobre el P. Lagrange. Estoy deseando conocer este ensayo, que ayudará a nuestros contemporáneos a reconocer en dicho padre
una gran figura de la Iglesia, precursor de la exégesis moderna» (Jean Guitton, Retrato del P. Lagrange, Madrid 1993).
La misma trayectoria del P. Lagrange han seguido mucho sabios y profetas. Discutidos y hasta proscritos en vida, canonizados después de su muerte. Dice con cierta gracia Jean Guitton en el libro citado que: «El hereje es, a menudo, aquel que se adelanta a su tiempo, el que tiene razón demasiado pronto» (p. 42).
EL VEREDICTO DE LA COMUNIDAD
Junto con el veredicto del tiempo, la que acredita a unos profetas y reprueba a otros es la comunidad creyente, presidida por sus pastores. La comunidad ha sido la que ha conservado las predicaciones y los escritos de unos y ha olvidado y desechado los de otros.
La coexistencia de verdaderos y falsos profetas fue muy numerosa y muy activa en el Antiguo Testamento, sobre todo en tiempo de Miqueas y Jeremías. Solamente los verdaderos fueron reconocidos como auténticos y sólo sus escritos entraron en el catálogo de libros canónicos. En el Nuevo Testamento es significativo el ejemplo de San Pablo, que se vio seriamente acosado por los falsos profetas, especialmente los «judaizantes» y otros predicadores que él llama «falsos apóstoles, trabajadores mentirosos que se disfrazan de apóstoles de Cristo» (2 Cor 11, 5-13). En vida del Apóstol, estos falsos profetas encontraron audiencia y tuvieron seguidores, sobre todo en Córinto y Galacia. Al final, fue la gran comunidad (la Iglesia) la que canonizó a Pablo y reprobó a los falsos.
EL VEREDICTO DE LAS OBRAS
Jesús de Nazaret, el gran profeta, apela a las obras: «Yo tengo a mi favor un testimonio de mayor valor que el de Juan. Una prueba evidente de que el Padre me ha enviado es que realizo la obra que él me encargó» (Jn 5,36).
El veredicto de las obras es el que Jesús propone como criterio universal en el sermón del monte: «Cuidado con los falsos profetas que vienen a vosotros con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los espinos? Del mismo modo, todo árbol bueno da frutos buenos, y todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni un árbol malo dar frutos buenos. 0 sea, por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,15-20).
Forzoso es reconocer que incluso el veredicto de las obras también está sometido a la prueba del tiempo. Jesús mismo, a pesar de sus obras, continuó siendo «signo de contradicción», «varón discutido». Sus propios parientes decían: «No está en sano juicio» (Me 3,21). Hubo que esperar a la resurrección y a la venida del Espíritu para que apareciera con claridad que la verdad estaba de parte de Jesús (Jn 16,7-11).
Cierto, cuando las obras son heroicas, como es dar la vida por Jesús y por el Evangelio (Mons. Osear Romero, Ignacio Ellacuría, con sus hermanos, y tantos otros….), el veredicto de las obras recibe una cualificación trascendental. Pero aún en estos casos se impone un poco de paciencia, para que el tiempo filtre todas las posibles reservas.