Vivir Confrontando Mi Mortalidad

Hace unos años, uno de mis primos murió en un accidente industrial. Había estado ayudando a cargar algunos vagones de tren en un almacén terminal de cereales, cuando un cable que arrastraba los vagones para sacarlos del almacén se partió en dos, volvió violentamente a su posición inicial a miles de kilos de tensión, y literalmente cortó a mi primo en dos. Mi primó murió camino del hospital. Era joven, en la flor de la vida, y atleta muy bien dotado, que disfrutaba participando en deportes en algunos equipos locales.

A pesar de lo trágico y triste de su muerte, su familia y sus seres queridos sintieron un profundo consuelo: Sus últimos días habían sido buenos, sus últimos gestos y detalles habían sido cálidos y afectuosos. Había pasado por casa para almorzar con su madre justamente pocos días antes de su muerte, disfrutó de una formidable visita a su madre, le dio un beso afectuoso de despedida, dándole muestra clara de su cariño y afecto. Unas semanas antes, había llevado a su hermano menor, que le idolatraba, de vacación breve para ver partidos de béisbol. Que sepamos, partió  en paz con todos y murió haciendo su trabajo. Su empleo consistía en cargar vagones de cereales, y cuando aquel cable se partió en dos y le mató, mi primo estaba fielmente en su puesto, donde debía estar en ese momento. De hecho, de no haber estado él allí, debería haber ocupado ese puesto algún otro obrero, que habría sufrido su misma suerte. Murió en su puesto, haciendo su trabajo, trabajando honestamente, ganándose la vida, víctima de una contingencia fatal, “estando donde bebía estar”.

Al fin y al cabo,  eso es todo lo que podemos intentar asegurar para nosotros mismos. Tratar de “estar donde debemos estar”.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. Todos nosotros, sin excepción, sin tener en cuenta ni la edad ni la salud, somos vulnerables, dependientes, mortales, a un latido del corazón de dejar este planeta, a un derrame cerebral de perder el control de nuestras vidas, a un accidente casual de conocer qué ilusoria es la sensación de nuestra propia fuerza, y a un cable roto de morir en una ambulancia. Ya podemos tener cuidado con nuestras vidas, vivir con prudencia, tratar de asegurar nuestra propia seguridad y la de nuestros seres queridos, pero básicamente somos incapaces y defectuosos. No podemos asegurar nuestro propio e ininterrumpido latir del corazón.

Entonces, ¿qué podemos hacer?

Podemos vivir nuestra vida con prudencia, cuidar nuestra salud y seguridad, y, si tenemos fe, podemos implorar la protección y providencia de Dios.

Todo eso es bueno, sin duda, pero podemos hacer también algo más, algo más importante aún.

Podemos tratar siempre de “estar donde debemos estar”, de cumplir lo que tenemos que cumplir. Podemos tratar siempre de mostrar nuestros gestos afectuosos, por si fueran nuestros últimos gestos. Podemos almorzar con nuestra madre y cerciorarle de nuestro cariño. Podemos llevar a algún ser querido a un partido de béisbol o de fútbol; y podemos tratar de estar en paz con todos. Fundamentalmente, podemos ser fieles, sin engañar a los que amamos, y sin traicionar nuestras creencias. Podemos estar en nuestro puesto, entregados y comprometidos, amando, y cumpliendo nuestro deber.

Al fin, eso es todo lo que podemos hacer; al fin, con eso basta. La consciencia de nuestra vulnerabilidad y mortalidad no tiene que volvernos miedosos, morbosos, tímidos frente a la vida, o culpables frente al goce y disfrute. Tampoco tiene que volvernos gente del “otro-mundo”, a costa de menospreciar o denigrar esta vida de acá. Y a la inversa, la conciencia de nuestra vulnerabilidad y mortalidad no tiene que inducirnos al hedonismo ya que la vida es corta e impredecible. Esa conciencia resulta ser una invitación a ser fieles; a tratar siempre de “estar donde tenemos que estar”, regidos por el afecto, el amor, el deber y el disfrute.

John Powell escribió una vez que sólo hay dos posibles tragedias en la vida, y que morir joven no es una de ellas. Las dos posibles tragedias son éstas: Vivir sin amar, y amar sin expresar jamás con gestos  concretos ese afecto y aprecio. ¡Qué razón tiene!

Quizás es cosa de mi edad, o quizás fue realmente un momento excepcional, pero durante el año pasado, no pasó ni un solo mes sin que la muerte no me arrebatara alguien a quien yo quería de verdad. Más que nunca anteriormente, me he vuelto muy consciente de lo frágil que es la vida. Mirando un poco superficialmente, esto me retó  a chequear mi propia salud: ¿estoy cuidándome adecuadamente de mí mismo? ¿Hago suficiente ejercicio físico? ¿Cómo correctamente? ¿Descanso lo suficiente?

Sin embargo, mirando más en profundidad, he sentido el reto de chequear mi salud en sentido más amplio: ¿”Estoy donde debo de estar?” ¿Cumplo como debo cumplir? ¿Estoy siendo suficientemente fiel a lo que soy y a aquello en lo que creo, de modo que me sienta cómodo pensando en que, si hoy fuera mi último día, estoy haciendo lo que se supone debo hacer? ¿Han sido afectuosos y cálidos mis gestos y detalles?

Trato cada día de ser fiel – orando, celebrando la Eucaristía, siendo acogedor y cariñoso con la gente, realizando mi trabajo lo mejor que puedo; sabiendo que, si hago eso, “estoy donde debo estar”, y que puedo entonces disfrutar de esta vida maravillosa, sin sentirme culpable ni tener miedo, estando listo, destacando en honestidad… en caso de que el cable se parta en dos.