Hablar de la novedad del evangelio en nuestra vieja sociedad cristiana puede ser el resultado de una mera costumbre o de un eslogan vacío de contenido. ¿No están nuestros contemporáneos cansados de oír hablar de él? ¿Qué puede decir el evangelio a cristianos viejos, que ya han pasado por la muerte cultural de Dios; que asisten desencantados a la desmitificación de la Iglesia, aturdida por escándalos financieros, sexuales y políticos; y que contemplan el desinterés de la gente joven por lo religioso y lo cristiano?
El realismo crudo se impone a la esperanza y el desencanto desmiente las expectativas de otros tiempos. ¿Qué ocurre en nuestras sociedades y por qué reina tanto desencanto? Cuanto más ricos somos, parece que menos entusiasmo e ilusión tenemos. ¿Qué nos falta para ser felices?
La novedad del evangelio
Jesús surgió en un momento histórico de cambio, como el nuestro, en un pequeño país inmerso en una crisis cultural, económica y política sin precedentes. La helenización del judaísmo, su integración en el imperio romano, y la lucha por preservar el espíritu nacional generaron el conflicto. Este se consumó con las guerras del 70 y del 130: la pérdida de Palestina para los judíos; el final del templo y de Jerusalén como ciudad santa; la escisión de los cristianos, la sustitución del Israel bíblico por un judaísmo de nuevo signo, fariseo, laical, centrado en la ley, desperdigado por los pueblos del mundo. Israel no supo leer los signos de los tiempos, desaprovechó la oportunidad salvífica que significó Jesús, se cerró a la nueva comprensión de su tradición, y a las nuevas intervenciones de Dios en la historia. Esta fue la interpretación cristiana: no supieron comprender, se aferraron a un pasado sin futuro, desesperaron y se bloquearon con una tradición gloriosa, que exigía una renovación en profundidad.
Este puede ser un gran aviso para nosotros hoy. Pablo amonesta a los cristianos con el ejemplo de Israel, cuyo destino trágico puede ser premonitorio para el mismo cristianismo (cf. Rom 11,17-22).
La tradición como memoria del pasado
La tradición no es sólo un tesoro sino también una responsabilidad. Jesús denunció una memoria que se quedaba en triunfos y seguridades, para poner en primer plano las necesidades humanas y sociales del Israel de su tiempo. La paradoja de un pueblo que asesinaba a sus profetas para luego poner flores en sus tumbas, se repite constantemente. El pasado aprisiona, bloquea y quita libertad cuando se convierte en algo cerrado, estático, acabado. Jesús utilizó el pasado desde un presente desestabilizador. No le interesaba la clave de los vencedores que cantan las glorias del pasado, viendo ahí la legitimación del statu quo presente, cuanto rememorar el pasado desde una clave profética diferente, la de las víctimas, los pobres, los humillados y explotados.
Hay que romper con una visión triunfalista del pasado, en favor de una comprensión histórico-salvífica que recuerda a Dios como creador y libertador, el Dios que suscita la esperanza de la tierra; el que saca de la esclavitud; el que guía por un largo exilio; el que anuncia el mesías de los pobres y los enfermos, el que genera vida y esperanza. La religión da motivos para vivir y luchar o no sirve para nada. Jesús supo comprenderlo. Desde ahí fue fiel creativamente a una tradición que se había fosilizado. Había que leer los signos de los tiempos; abrir a Israel a una nueva etapa; suscitar la solidaridad con los más débiles; abrirse a la acción de Dios en todos los pueblos.
La esperanza de futuro, la expectativa del tiempo mesiánico, pasaba por una reconversión en profundidad de Israel, de sus estructuras e instituciones, autoridades y tradiciones. Había que abrirse a un Dios que irrumpía en el presente, desestabilizando, y que generaba una reinterpretación de la tradición en clave de misericordia (y no de sacrificio), en función de la persona (y no de la norma), desde un culto en espíritu y verdad (y no en base a sacrificios externos), y desde una comunidad relacional (contrapuesta a la absolutización del templo). La religión de la libertad sustituía a la de la ley, según el resumen de Pablo.
La refundación de Israel, intentada por Jesús, se basaba en una fidelidad creativa, centrada en una radicalización e interiorización de los elementos claves de la tradición. El pueblo se sentía fascinado por alguien que les hablaba de Dios de forma diferente, que reinterpretaba novedosamente la tradición y escogía como clave hermenéutica la solidaridad con los más débiles. De ahí surgió luego la religión del crucificado, esperanza para las víctimas, porque Dios estaba con él y no con los verdugos. El reverso de la historia, la suerte de los vencidos, se convertía ahora en el lugar de la revelación de Dios. A partir de ahí se vinculaba la memoria histórica del pasado (la acción liberadora de Dios en la historia) con la expectativa presente (la transformación de Israel bajo influjo de la acción mesiánica), y la esperanza de futuro (la convicción de la segunda venida del crucificado como juez de vivos y muertos). El resucitado se había convertido en la clave hermenéutica de la historia, en el alfa y omega, en el recuerdo que daba esperanza a los crucificados de la historia. Podíamos ya dar razón de nuestra esperanza. Las dificultades del presente se abordaban desde la memoria, el compromiso y la confianza del que sabía de quién se había fiado.
Hoy la Iglesia se encuentra también en una encrucijada histórica. Está surgiendo una nueva época que exige fidelidad creativa, una reestructuración institucional y un replanteamiento de su tradición. El pasado es necesario pero peligroso, ya que muchas excrecencias históricas se han convertido en un lastre que bloquea la acción apostólica. El evangelio del reino puede ser desplazado por el anuncio trasnochado de un pasado, que cada vez motiva e interesa menos. Como Jesús, hay que reformular la tradición y abrirse a las víctimas y crucificados de hoy. La refundación de la vida religiosa, la reorganización ministerial e institucional, la remodelación de la Iglesia (todavía clerical, verticalista y homogénea) y la revitalización de la espiritualidad son tareas del cristianismo hoy.
La esperanza es compatible con el realismo. No equivale al optimismo, que es muchas veces el fruto de una lectura superficial del presente y del intento de controlar y poseer las claves del pasado. El hombre tiene que hacerse cargo de la realidad, cargar con ella, soportarla y transformarla, como afirmaba Ignacio Ellacuría. De ahí la necesidad del análisis, la importancia del realismo, el peso de la toma de conciencia, siempre teniendo como referentes a los más débiles y excluidos. Pero la esperanza es una virtud teologal que se basa en la convicción de que Dios no abandona al ser humano. Sigue presente en la historia, motivando, inspirando y generando creatividad. Contra el tradicionalismo fosilizado hay que abrirse a la acción del Espíritu, al Dios que construye desde el hombre y que genera libertad y maduración personal. Ya no basta la obediencia a la autoridad, supuestamente la que tendría la última palabra, sino que hay que abrirse al discernimiento, buscando la acción del Espíritu y atendiendo a las expectativas, sensibilidades y mentalidad actual. Estos son signos de los tiempos, desde los que hay que buscar a Dios, como decía el Concilio (cf. GS4).
La esperanza depende de la memoria, se abre confiadamente al futuro y tiene como base la fe en la presencia actual de Dios en la historia. Por eso, hay que dar razones de la propia fe, manteniéndonos firmes en tiempos de crisis y de potencial desesperanza. Esto pasa por una existencia contracultural (I Pe 1,13-16) en las tres dimensiones del pasado, presente y futuro, para vivir en ellos la novedad del evangelio. Respecto del pasado, viendo en él una responsabilidad histórica ante los retos actuales: la mundialización de la pobreza; la sociedad del bienestar que se orienta más hacia el despilfarro y la fortaleza que hacia la solidaridad; el increíble aumento del gasto militar, cuando hay mayor conciencia del hambre en el mundo; la protección de las capas sociales más débiles; la justicia y los derechos humanos como imperativos internacionales; la contaminación del medio ambiente, etc.
El compromiso cristiano con la "civitas" humana pasa por esas opciones, clave desde la que hay que analizar partidos, gobiernos, liderazgos y comportamientos, eclesiales y civiles. Una Iglesia que vive "los gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren" (GS I), tiene que romper con el eclesiocentrismo de otras épocas, y asumir un nuevo lugar en la sociedad. Hay que renunciar a privilegios del pasado, en lugar de persistir en defenderlos como derechos del presente, a costa de la credibilidad y plausibilidad del evangelio. Hay que salvar al cristianismo, la buena nueva del evangelio, de su aprisionamiento histórico y eclesial. Eso exige "parresía", osadía profético-mesiánica para un cristianismo demasiado instalado social-mente y demasiado frenado por prerrogativas tradicionales.
Fidelidad creativa hacia el futuro
El compromiso del presente se torna hacia el futuro. La sociedad del bienestar suscita múltiples deseos y carencias, que canaliza hacia el tener y la acumulación. Hay una exacerbación del deseo y una multiplicación de miniofertas que ofrecen sentido, placer, felicidad y realización personal como contrapartidas. Pero es una sociedad sin futuro, ya que las metas que se proponen a los ciudadanos hacen que el sentido de la vida se canalice hacia acontecimientos mediáticos (un éxito deportivo, un concurso de televisión, la fiesta y el consumo como definición del éxito social, etc), ofreciendo un sentido frivolo y superficial de la realización personal.
La novedad del evangelio estriba en un futuro diferente, fruto de la acción divina y del compromiso humano. El deseo trasciende los bienes de consumo, porque estamos hechos para Dios, lo buscamos, lo deseamos, lo ansiamos. Es la primera experiencia cristiana, el teocentrismo radical del que brota la espiritualidad, la experiencia carismática, la inspiración y la motivación, el discernimiento, en una palabra la mística. El cristiano del siglo XXI habrá experimentado algo o simplemente no será, decía Karl Rahner. Y hoy es más verdad que nunca. Necesitamos mistagogos, maestros espirituales, experiencias que nos interpelen y precedan. La Iglesia está repleta de ministros y representantes que hacen muchas cosas por las que se les respeta, y algunos les admiran, pero pocos se identifican con lo que son y cómo viven.
La Iglesia no es una ONG, aunque el compromiso con los pobres sea condición necesaria (pero insuficiente) para testimoniar el evangelio. Lo novedoso de Jesús es que anunciaba a Dios mismo, lo buscaba, lo experimentaba, lo vivía. Por eso fascinaba, interpelaba. A Jesús no sólo se le admiraba por lo que hacía sino que la gente se identificaba con lo que era, experimentaba y vivía. Esto es lo que falta en la Iglesia. Gente que sea, mucho más que lo que haga, y que suscite identificación, empatía, apetencias de las que surge la vocación cristiana (ser como éste..). Adolecemos de místicos, de profetas, de carismáticos, de testigos. Son incómodos, a veces peligrosos, por incontrolables, ya que los mueve el Espíritu, que desborda a la jerarquía y pasa por encima de normas e instituciones, como le ocurrió a Jesús.
En nuestra comunidad cristiana abundan los gestores, los funcionarios, los juristas y teólogos, que saben y hacen, pero difícilmente irradian, contagian y estimulan. Una religión que no sirve para vivir, luchar y esperar, no sirve para nada. Si la religión no ayuda a crecer y a vivir hay que rechazarla. La indolencia de una cristianismo aletargado e instalado en las sociedades de consumo aqueja a nuestras iglesias desde la cúspide episcopal hasta el último de los fieles. Es el espíritu del tiempo, que se ha instalado en la Iglesia y le quita lo que es su centro, el ansia de Dios.
Esta es la novedad del evangelio que hay que anunciar, más con el testimonio práctico, que con la teoría. Suscitar el interrogante por una forma de vivir, que re-lativiza el consumo y la acumulación, y que sabe auto-limitarse, a pesar del influjo exacerbado de la publicidad que convierte al hombre en consumidor. Hay que abrirse, en cambio, a las relaciones interpersonales, convencidos de que Dios está ahí, en el hermano al que se ve (I Jn 2, 9-I I; 3,15-17). Las sociedades de consumo son pobres en relaciones humanas. Al poner el sentido de la vida en la posesión y acumulación, reducimos al hombre a lo que tiene, pasando por encima de lo que es. De ahí la melancolía y desesperanza de nuestra sociedad, la más rica de la humanidad, pero también aquella con altas cotas de incomunicación, soledad agobiante y falta de interioridad.
En la medida en que nuestra vida está vacía de relaciones sentimos la insatisfacción, porque el ser humano está hecho para amar y ser amado, y ahí encuentra sentido, esperanza y fe en sí mismo y en los otros. Cuando nuestras relaciones son múltiples pero superficiales, surge la soledad en la multitud. Nos da miedo a abrirnos al otro, porque tememos la burla y el rechazo indiferente. Por eso multiplicamos los colegas, compañeros y conocidos a los que damos el nombre sagrado de "amigos", aunque apenas si los conocemos, ni tampoco ellos a nosotros.
Ni contamos nuestra vida ni queremos que nos la cuenten. Que cada palo aguante su vela en esta sociedad individualista, que yuxtapone a los individuos y desvincula en lugar de crear solidaridad. La novedad de Jesús fue la contraria: crear relaciones personales de fraternidad; generar comunidades de discípulos que se constituían en células del reino de Dios en Israel; refuncionalizar a los dirigentes y líderes de los discípulos, exigiéndoles formas de conducta alternativas a las de los gobernantes y autoridades de la época. Desde una malla de relaciones humanas surgía la Iglesia, en la que Cristo se hacía presente (Mt 18,20; 28,20), por medio de una nueva forma de comunicación que contrastaba con la sociedad. La novedad cristiana estribaba en buscar a Dios no sólo mirando hacia arriba, según la postura tradicional del orante en el mundo antiguo, sino orientándose hacia las relaciones interpersonales. O encontramos ahí a Dios, o hay peligro de no encontrarlo en ningún lado.
De ahí la radicalidad de la interpelación cristiana y las fuertes reacciones que suscitaba. Esto hizo que los cristianos fueran acusados de ateos, de enemigos del género humano, de gente sin religión. Era una religión sin templos, con la comunidad como lugar de Dios y como religión del amor, que hacía de los débiles el referente privilegiado de la revelación divina. ¿Qué queda de esto en la actualidad?
Desde ahí hay que proceder a la reforma del cristianismo, siempre inconclusa, aplazada y limitada, por lo menos desde la Reforma. La esperanza, se inspira en el pasado y se abre a la novedad cualitativa del futuro, en lugar de verlo como mera prolongación de un presente, que necesita ser transformado. Estamos viviendo el final de una época, a la que el concilio Vaticano II, quiso poner un final, inaugurando una nueva etapa. Su herencia todavía permanece, aunque, en buena parte, ha quedado frustrada. El vino viejo no puede escanciarse en odres nuevos y la modernización superficial no ha podido ocultar el carácter trasnochado y desfasado de los contenidos que se ofrecen, más tridentinos que contemporáneos, y, en ningún caso, originarios y evangélicos. Al contrario, cada vez más, crece la conciencia de que la estructuración actual del catolicismo no responde ni a las necesidades de la gente, ni a las exigencias del evangelio, ni es acorde con las pautas que nos transmitieron los escritos fundacionales neotestamentarios. La tradición pasada, acumulada en siglos posteriores, se ha convertido en una carga más que en una plataforma de creatividad e inspiración. Es más fácil repetir hoy lo que dijo Tomás de Aquino, que repetir lo que él hizo: transvasar el cristianismo a las categorías filosóficas y culturales de su tiempo, creando una nueva forma de teología y suscitando una nueva inculturación del cristianismo.
Este sigue siendo el gran reto del siglo XXI. Hay que ser hijos de la propia época y al mismo tiempo cristianos, para desde ahí, vincular a ambos y generar nuevas formas de cristianismo. La historia de la Iglesia es la de constantes relecturas y recreaciones de los evangelios y no la de la continuidad de un depósito inmutable y ahistórico. Hay que dar razones de la propia esperanza, indicando el por qué de la desazón ante el modelo de sociedad vigente; la preocupación por los pobres; la nostalgia ante un Dios aparentemente ausente, y enmudecido en gran parte de la cultura oficial; la amenaza idolátrica de las creencias que quieren ocupar su puesto (la patria, la propiedad, el mercado, los valores de Occidente, etc).
La esperanza cristiana se basa en un proyecto, el de Jesús, que tiene futuro. Se contrapone al progreso lineal, continuista, progresivo que parte de lo dado y se proyecta en el futuro. El cristiano vive su vida como un don, y desde el regalo de la vida busca convertirse en don también para los demás. El cristianismo, por el contrario, vive de la confianza en el Dios ¡niñamente a la historia, en el Espíritu, que permite que los crucificados de la historia tengan esperanza. Por eso, el anuncio del evangelio pasa por generar esperanza, por infundir ánimos y estimular a confiar en el hombre ante un futuro indeterminado e incierto.
La vida animal es una repetición del ciclo vital, a partir del dinamismo de estímulos y respuestas. La vida humana trasciende la animalidad y se abre a valores, proyectos y convicciones que dan sentido. El cerrar ese horizonte de esperanza animaliza al hombre, ya que la cultura es el esfuerzo por humanizar al animal. De ahí, el reduccionismo de una cultura que reduce a la persona a consumidor, a meros estímulos y respuestas gratificantes, limitando el futuro al mero determinismo del progreso material.
De ahí la inquietud, la preocupación y el cuidado, dimensiones de la esperanza que a veces se tornan en angustia, sin sentido y desesperación. Lo biológico deja paso a lo espiritual, siempre desde la libertad y la responsabilidad de tener que construir la vida desde uno mismo. Por eso, el camino se hace al andar, y no hay camino que otro pueda recorrer por uno; ni dos vidas iguales; ni existencias vicarias a las que se pueda imponer un proyecto, el propio. La expectativa previsible del animal, deja paso al crecimiento en libertad. El cristianismo es libertad, promoción de la persona, llamada a ser y crecer, vocacional. Por eso, el Dios cristiano sorprende, irrumpe de forma desconcertante, como se revela en la cruz.
Así, genera inseguridad porque llama a crecer y a vivir, y enseña a esperar. No poder esperar es una enfermedad del hombre, siempre amenazado más que inseguro, y capaz, del sin sentido, del absurdo; tentado por la desconfianza vital, el escepticismo incrédulo y la desesperanza. Es toda la que creación la que espera con dolores de parto (Rom 8,19-22), y el animal humano es esperante por antonomasia, porque desborda situaciones, circunstancias y determinismos. La "excentricidad" del hombre, su capacidad de salir de sí, se convierte en la raíz antropológica de la imitación y el seguimiento cristiano. De ahí, la gracia sobrenatural que afirma la limitación de la finitud humana y confía en la intervención de Dios, que no descentra ni elimina al hombre, sino que lo confirma. Si el hombre es el animal que puede prometer, tiene que superar sus meras necesidades materiales y biológicas. Dios mismo es la promesa y lo deseamos más que a sus dones. Lo que queremos es la unión con él, porque somos dei-formes, capaces de divinización porque Dios que se humanizó por nosotros y asumió una historia, la del judío Jesús, como su palabra.
La quiebra actual del sistema de creencias, el hundimiento de ideologías fuertes (el marxismo, el neoliberalismo, el mercado, el nacionalismo), el caos de valores e ideas contrapuestas en una sociedad plural, agudizan nuestra sensación de inseguridad y amenazan a nuestra identidad. Nos abren también a la espera, que es consustancial al hombre, y que tiene como eje vertebral la esperanza y el compromiso. Por eso, el cristiano del siglo XXI no sólo tiene que haber experimentado algo (Rahner), sino que será político (en sentido amplio, comprometido con la ciudad de los hombres) o no será. Somos nuestras creencias, hoy cada vez más reducidas (¡ojalá que cada vez más consistentes!). La desorientación actual es la otra cara de un nuevo paradigma del cristianismo y de la sociedad. El futuro depende también de los cristianos, ya que sin ellos difícilmente se puede pensar el mundo. Es la responsabilidad de las religiones ante el nuevo orden mundial.
Tenemos la oportunidad de contribuir decisivamente al futuro y determinar lo que será el cristianismo y el mundo en el siglo XXI. Esta es nuestra tarea, también la es peranza que compartimos desde un evangelio viejo y siempre nuevo, palabra novedosa de Dios para nuestro tiempo.