En un poema titulado Serenata, la poetisa brasileña Adélia Prado habla de un atormentado dolor que sentimos en nuestro interior mientras esperamos siempre que algo o alguien venga y nos complete. ¿Qué estamos esperando? ¿El amor? ¿A un alma gemela? ¿A Dios? No importa, la frustración nos apremia por fin hacia una opción: volvernos locos o volvernos santos.
Estoy empezando a desesperarme
y veo sólo dos opciones:
o volverme loco o volverme santo.
Y cuando ese alguien o algo llega por fin:
¿Cómo abriré la ventana, a no ser que esté loco?
¿Cómo la cerraré, a no ser que sea santo?
O volverme loco o volverme santo. Cuanto más viejos nos hacemos, tanto más nos damos cuenta de qué verdad es eso, cómo finalmente esa es la opción impuesta a todos nosotros, tanto por la manera de que estamos hechos como por las limitaciones inherentes a la vida misma. ¿Por qué? ¿Hay algo equivocado en la vida y en nosotros? ¿Por qué no podemos encontrar en alguna parte un espacio tranquilo, entre lo loco y lo santo?
Bueno, el predicador bíblico del Libro del Eclesiastés ofrece una razón. Después de redactar ese bello texto, frecuentemente citado, sobre cómo hay un tiempo para cada cosa –tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de cosechar; tiempo de enfermar y tiempo de sanar; tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de hacer duelo y tiempo de danzar; tiempo de abrazar y tiempo de soltarse; tiempo de callar y tiempo de hablar; tiempo de amar y tiempo de odiar; tiempo de guerra y tiempo de paz- nos ofrece esto. Dios ha proyectado un hermoso ritmo para la vida y ha hecho todo hermoso a su debido tiempo, pero Dios ha puesto la infinitud en el corazón humano, de modo que estemos fuera de sincronía con las estaciones de principio a fin. Dios ha marcado a la naturaleza un hermoso ritmo; pero nosotros, a diferencia de los elementos físicos y las plantas y los animales, que no tienen infinitud en sus almas, nunca nos ajustamos a ese ritmo. Estamos sobrecargados en favor de la vida en este planeta. (Eclesiastés 3, 1-11)
Encontráis expresiones de esto en la literatura universal, tanto en círculos religiosos como seculares. Por ejemplo, el renombrado teólogo alemán Karl Rahner solía afirmar que en el tormento de la insuficiencia de todo lo accesible, aprendemos que aquí en esta vida no hay ninguna sinfonía acabada. En eso, se hace eco de la famosa frase de san Agustín que es tan verdadera y actual hoy como fue hace mil setecientos años, cuando la escribió: Nos has hecho para ti, Señor, y nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en ti. Esta sola frase expresa una innegociable comprensión de la persona humana y un innegociable camino que esta debe recorrer. No tenemos un definitivo hogar aquí y, por eso, al fin y al cabo no hay más opción que volvernos locos o volvernos santos. No es sorprendente que Ruth Burrows, la renombrada escritora de espiritualidad, empiece su autobiografía con estas palabras: Nací a este mundo con una sensibilidad atormentada, y mi camino no ha sido nada fácil.
Aun cuando este motivo está por dondequiera presente en la literatura religiosa, está también presente en el pensamiento de muchos poetas, novelistas y filósofos seculares. Por ejemplo, después de que Albert Camus, ateo manifiesto, ganara el premio Nobel de Literatura, fue interrogado por un periodista sobre si creía en Dios. Respondió: No, no creo en Dios, pero eso no significa que yo no esté obsesionado con la cuestión de Dios. ¿Por qué esa obsesión? Porque, en su pensamiento, no podía dar explicación del mundo ni encontrar en él un lugar plenamente razonable para los humanos, a no ser que hubiera un Dios.
Sin un Dios, la existencia humana no puede hacer la paz consigo misma. Comparó la condición del que está en este mundo con la de un prisionero en ciertas prisiones medievales, donde situaban al recluso en una celda tan pequeña que nunca podía colocarse totalmente de pie ni estirarse del todo. La constante sensación de estar encajonado -según se creía- quebraría el espíritu del prisionero. Para Camus, esta es la situación que sufrimos en la vida. De hecho, nunca podemos colocarnos de pie totalmente ni estirarnos del todo. Al fin, esto quiebra nuestro espíritu y, consecuentemente, o nos volvemos locos o nos volvemos santos. Esa es también la visión fundamental de otros existencialistas ateos como Martin Heidegger y Jean-Paul Sartre.
¡Volvernos locos o volvernos santos! Richard Rohr nos ofrece una tercera opción: volvernos amargados. Señala que, una vez que accedemos a cierta edad, sólo nos dejan abiertas tres opciones: cualquiera de nosotros puede volverse un patético viejo tonto; o puede volverse un amargado viejo tonto; o puede volverse un santo viejo tonto. Notad bien lo que no es negociable. Al final, todos nos volveremos viejos tontos. La única opción que nos queda es qué clase de viejos tontos seremos: patéticos, amargados o santos.
(Traducido al español para Ciudad Redonda por Benjamín Elcano, cmf)