I. Meditación
Libres de la ley
Era tal el aprecio de los judíos por la Ley que los rabinos del siglo III llegaron al extremo de afirmar que en el cielo había una escuela para estudiarla y el mismo Dios dedicaba tres horas diarias a esa tarea. Sin embargo, la palabra «ley» (desde el decálogo hasta el código de la circulación) suscita en casi todo el mundo resonancias negativas. Parece pensada para frenar nuestros deseos: «debes hacer esto», «no puedes hacer lo otro», «estás obligado a actuar así»…
Sólo hay una ley que no resulta opresiva, y es la ley de Dios cuando El la pone dentro de nosotros, cuando la escribe en nuestro corazón cumpliendo la promesa que hizo a través del profeta Jeremías: «Pondré mi Ley en su inte-rior y sobre sus corazones la escribiré» (Jer 31, 33)."
Sí cuando Dios escribe su Ley en nuestros corazones. Porque mientras no nos otorga esa gracia la ley de Dios se parece extraordinariamente a todas las demás leyes: debes ayudar a los demás, debes rezar, debes leer la Biblia, debes cambiar el mundo… ¡Debes, debes y siempre debes! Es decir, Dios manda y sus siervos obedecen.
Escribir la ley de Dios en el corazón es la obra del Espíritu Santo. «El cristiano -decía San Juan Crisóstomo- no tiene necesidad de una ley externa para saber lo que tiene que hacer, ya que tiene en su interior al Espíritu Santo que lo instruye respecto a todas las cosas»(JUAN CRISÓSTOMO, Sobre la Primera Epístola a Timoteo, homilía I (PG 62, 511) y significativamente, Lucas sitúa la venida del Espíritu Santo durante la fiesta de Pentecostés (Hech 2, 1-13), que -como es sabido- conmemoraba la entrega de las tablas de la Ley en el Sinaí. Ese es el ideal supremo de la vida cristiana: convertirnos en theodidadas (ITes 4,19); hombres y mujeres «enseñados por Dios» desde dentro.
Sin embargo, las cosas no son tan fáciles como puede parecer. A los alemanes les gusta decir que todo en la vida cristiana es a la vez don y tarea. Dios escribe su ley en nuestros corazones, sí, pero nosotros tenemos que dejarle escribir. Si fuéramos de verdad theodidactas no seríamos siervos; seríamos plenamente libres. No necesitaríamos contrariar nunca nuestros deseos, porque serían siempre los de Dios. Pero sabemos que mientras vivamos entre el «ya» y el «todavía no», la ley de Dios aún no estará completamente escrita en nuestro corazón y no podremos prescindir completamente de la ley exterior.
No deberíamos olvidar nunca que en el siglo XI surgió la herejía del Libre Espíritu. Se trataba de hombres que creían haber llegado a una perfección tan absoluta que ya eran incapaces de pecar. Curiosamente lo que distinguió a estos hombres de todos los demás sectarios medievales fue su falta total de moralidad: mentían, robaban, fornicaban y se rodeaban del lujo más escandaloso sin experimentar el menor remordimiento de conciencia. Eso nos hace pensar que, si no queremos engañarnos a nosotros mismos, el «ama y haz lo que quieras» de San Agustín necesitamos completarlo así: «pero no digas que amas para hacer lo que quieras».
Libres en la sociedad
El modo en que se establezca la relación entre Dios y los hombres no puede dejar de afectar a la comprensión de la autoridad humana. Observa Erich Fromm que aquel Dios terrible de Calvino que de forma arbitraria predestinaba a unos a la salvación y a otros a la condenación eterna generaba en sus fieles tales sentimientos de sumisión que después aceptaban sin rechistar la autoridad de los dictadores más caprichosos.
En tal caso parece lógico concluir que cuando un hombre sometido se entere de que el Dios omnipotente no ha querido llamarle siervo, sino amigo, descubrirá de golpe toda su dignidad: esa dignidad que le había sido negada. Es significativo que, para referirse a la libertad cristiana. Pablo acostumbre a usar la palabra eleutherítí (Rom 8. 21; I Cor 10. 29; 2 Cor 3, 17; Gal. 2. 4; 5. 1.13), que expresa la idea de autonomía y plenitud de derechos’ civiles.
En el siglo II Tertuliano comentaba que los cristianos, durante la celebración de la eucaristía juzgaban «ilícito orar de rodillas». Y, en efecto, por lo menos hasta bien entrada la Edad Media la postura típica de la liturgia cristiana no era de rodil las (actitud del esclavo ante su señor), sino de pie (actitud del hombre libre ante su rey). De hecho, también la liturgia celestial -de la cual la nuestra es un anticipo-es de pie (Ap 7, 9; 15.2).
El respeto con que Dios trata a sus criaturas no puede dejar de tener consecuencias políticas. Si El nos trata así, ¿cómo podríamos consentir que un ser humano nos trate peor? «Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud» (Gal 5, 1).
Libres en la Iglesia
Naturalmente, lo que acabamos de decir no sólo es válido para el poder político. Ninguna autoridad humana puede tratar servilmente a sus subordinados dado que ni siquiera Dios lo hace.
Y, desde luego, en el interior de la comunidad cristiana todavía menos que en cualquier otro lugar puede permitirse que unos hombres tiranicen a otros o simplemente se encumbren sobre los demás. Jesús fue rotundo: «No os dejéis llamar "Maestro", porque uno solo es vuestro Maestro: y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie "Padre" vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar "Señores", porque uno solo es vuestro Señor: el Cristo» (Mt 23. 8-10).
Comentando esta perícopa, Bonnard observa con finura que el autoritarismo es mucho peor que un defecto de carácter. Es una usurpación de los derechos de Dios.
A la luz de lo que venimos diciendo releamos ahora unas conocidísimas palabras de Jesús: «Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna» (Me 10, 29-30). Es significativo que Jesús prometa a cuantos le siguen que en la nueva familia que formen –la comunidad de los creyentes- recuperarán con creces lo que hayan abandonado para entrar: casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras; pero padres no.
Esclavos por amor
En realidad Cristo va mucho más lejos de lo que hemos dicho hasta aquí. No sólo no nos llama siervos, sino que El mismo se hace siervo. «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28).
Con ello nos indica para qué debe servir la libertad. Pablo nos lo dice con claridad: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad: solo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros» (Gal 5, 13). La expresión es fuerte; mucho más de lo sugieren las traducciones habituales. Significa en realidad haceos esclavos los unos de los otros. ¿La vida cristiana es, pues, una esclavitud? Sí, pero una esclavitud por amor. Por consiguiente la libertad suprema: «Liberados -decía Agustín de Hipona-, nos hemos convertido en esclavos de la caridad».
II. Resonancias
Textos partír la liturgia de la Palabra
Gal 5, 1.13-14 – Jn 13, 12-17.
Oración conclusiva
Padre, Tú mereces nuestra alabanza y nuestra gratitud,
porque eres libre y quieres que nosotros, tus hijos,
nos parezcamos a Tí.
Te damos gracias porque fuiste
y seguirás siendo para siempre
el Dios del Éxodo y de la libertad.
Los israelitas, guiados por Tí,
sacudieron el yugo del faraón
y se pusieron en camino, cantando, hacia la libertad.
Pero, sobre todo, Padre, queremos darte gracias
porque nos enviaste a tu Hijo
para anunciarnos la liberación definitiva.
El, que fue libre ante el poderío de Herodes o del César,
se hizo esclavo de todos por amor.
Siguiendo sus huellas nosotros hemos pasado
de la esclavitud a la libertad, y de la libertad a la libre sumisión. Todo lo reconocemos y por todo te damos gracias.
Sin embargo, hoy hemos tomado conciencia
de cuan ardua es la tarea de ser libres. Salva al hombre. Padre. Ponió de pie y hazle saber que es imagen tuya.
Ayúdale a luchar contra todo lo que esclaviza y a buscar todo aquello que libera.
Tú sabes. Padre, que todavía hoy unos hombres
siguen cargando de cadenas a otros hombres.
Alimenta la rebeldía de quienes viven privados de sus derechos, pero que no se rebelen por rencor, sino por necesidad de plenitud.
A los que tiranizan con brutalidad
y a cuantos gobiernan con arrogancia
hazles descubrir la falsedad y el error en que viven,
para que se hagan hermanos de todos
y servidores de los más pequeños.
Reconocemos hoy. Padre, que nosotros
mismos hemos vendido a veces
nuestra libertad por un plato de lentejas.
Sácanos de la cárcel del egoísmo y de las ambiciones
y concédenos esa libertad interior que da la pobreza evangélica.
No te ocultamos que a veces nos da miedo la libertad,
pero llénanos de tu Espíritu para que, de una vez por todas,
nos haga libres de la ley y esclavos del amor.
Por último sentimos la necesidad de encomendarte
a cuantos piensan que la libertad es pura licencia para hacer cualquier cosa, con tal que deleite, aunque sea mala.
Ya ves que todos necesitamos mucho de Tí porque somos de barro quebradizo. Haznos creer sin reservas en Jesús y su Verdad nos hará definitivamente libres.