Una tras otra, se escuchaban las oraciones de los monjes: «Señor, te pido», «Señor, te pido», «Señor, te pido».

Una tras otra, se escuchaban las oraciones de los monjes: «Señor, te pido», «Señor, te pido», «Señor, te pido».
-Soy lo más importante -dijo el fuego-; sin mí, todos morirían de frío. -Lo siento -intervino el agua-, pero lo más importante soy yo; sin mí todos moriría de sed.
Cuando yo era adolescente, tenía la ambición de ser el primero en todo: quería ser el más guapo, el más listo, el más alto, el más rico, el más joven, el más bueno, el más sabio.
Cierto día llegó al monasterio un joven peregrino a quien habían dicho que el Abad tenía el don de ciencia, de sabiduría y de consejo.
Iba el yo paseándose por la tierra, cuando -de pronto- se le cruzó el tú.
En cierta ocasión un joven novicio preguntó al Abad si había posibilidad de conocer a Jesucristo por dentro. El Abad se limitó a abrir la Biblia delante de él.
Para recibir la Palabra de Dios hay que escucharla. Y escuchar no es lo mismo que oír, ni siquiera, que oír con atención, es mucho más.
Una tras otra, se escuchaban las oraciones de los monjes: «Señor, te pido», «Señor, te pido», «Señor, te pido».
-Soy lo más importante -dijo el fuego-; sin mí, todos morirían de frío. -Lo siento -intervino el agua-, pero lo más importante soy yo; sin mí todos moriría de sed.
Cuando yo era adolescente, tenía la ambición de ser el primero en todo: quería ser el más guapo, el más listo, el más alto, el más rico, el más joven, el más bueno, el más sabio.