¿Quién me defenderá?
Quien ha vivido la traición de un amigo o ser cercano, conoce bien la tentación de esconderse, de seguir pasando desapercibido para no arriesgar una nueva traición que se sospecha posible. En cambio Cristo, que ha conocido la peor traición de uno de sus más íntimos, y que conoce la traición de Pedro, el más íntimo, y que conoce la traición de todos sus seguidores (a excepción de su Madre), no esconde su cara. La hace de piedra. Está dispuesto a más y más y más. Porque conoce, más íntimamente aún, a su defensor. Y sabe que no va a quedar confundido ni humillado. Al final será un triunfo paradójico, pero la cruz será levantada sobre todo y sobre todos. Y será el signo del triunfo final. El Señor Dios es el defensor.
A veces decimos que alguien tiene la cara más dura que una piedra. Porque descaradamente hace el mal, miente, se corrompe (¡y encontramos tantos casos de esto en nuestro mundo!), con la seguridad de un poder que se ha adquirido por sí mismo. Esa no es la cara de Cristo, que se endurece en otra seguridad: la de la Verdad y el Bien de Dios.
¿Somos caradura? ¿Pero que hay detrás de nuestra cara dura? Si no tenemos suficiente fe como para confiar en la verdad de Dios, o no tenemos suficiente seguridad en nuestro propio poder, nos esconderemos y dejaremos de arriesgarnos por la verdad.
Hoy se nos sigue hablando de traiciones. A menudo la traición viene por no tener suficiente “cara dura” confiada en el poder de Dios. O por tener demasiada caradura confiada en uno mismo y la propia habilidad para esconder el mal y hacerlo pasar por bien.
Se trata de una cuestión de confianza. Como Cristo, no ocultar la cara, porque esa piedra se apoya en el poder de Dios, que saldrá en defensa del bien y la verdad.
Cármen Aguinaco