La lectura del Evangelio de hoy nos lleva a aquel templo de Jerusalén rodeado de multitud de tiendas y pequeños comercios de la época. Parece que allí todo se vendía y se compraba. Los peregrinos que llegaban de lejos tenían que cambiar sus monedas porque la ofrenda prescrita para cumplir con la peregrinación solo podía hacerse en la moneda oficial del templo, además necesitaban comprar los animales que se iban a sacrificar y cambiar sus ropas y calzado rotos de los largos y polvorientos caminos de la época y comprar comida y bebida porque es de suponer que llegarían sedientos y hambrientos. Vamos que el entorno del tempo se había convertido en un gran centro comercial.
Ahí entra Jesús, enfadado, lleno de rabia –nada que ver con la imagen tierna y dulzarrona con que tantas veces se le representa en imágenes y estampas–. La casa de Dios se había convertido en cueva de bandidos. Y Jesús quiere purificar el templo y todo lo que le rodeaba.
Podemos pensar que nuestros templos no son así. Generalmente es verdad –aunque también es cierto que en torno al Vaticano en Roma y alrededor de algunos santuarios marianos y no marianos hay demasiadas tiendas donde se vende de todo–.
Pero quizá podíamos llevar la reflexión a otro nivel. Podíamos pensar un poco en nuestra oración. Y reflexionar en cómo muchas veces pretendemos convertir ese momento de oración en una especie de compraventa donde no estamos seguros de quién es el dueño del negocio y quién es el cliente. “Señor te pido… y te ofrezco x padrenuestros o avemarías o rosarios o misas o sacrificios o…” A más valor de lo que pedimos, más valor en lo que ofrecemos. A veces, cuando no lo conseguimos, pensamos que es que no hemos rezado con la suficiente fuerza o el debido fervor o que no hemos hecho el sacrificio adecuado. Y terminamos convirtiendo la oración en una especie de compraventa que hacemos con Dios. Y terminamos convirtiendo nuestros templos en mercados donde se compra y vende lo más sagrado.
¿Quieren una sugerencia? Abunden mucho, muchísimo, en la oración de acción de gracias. Porque todo es gracia. Y todo se recibe de gracia. Y no perdamos el tiempo convirtiendo a Dios en el dueño de una tienda donde podemos comprar lo que nos apetece o nos hace sentir bien. Más dar gracias y menos pedir.
Fernando Torres, cmf