Sobre el pequeño pueblo, a orillas del Tirón, desciende el aire del Espíritu al son del campanil ligero que «toca a gloria». Casi en volandas se lleva a las alturas la diminuta cajita blanca. ¡Un angelito más al cielo!

Sobre el pequeño pueblo, a orillas del Tirón, desciende el aire del Espíritu al son del campanil ligero que «toca a gloria». Casi en volandas se lleva a las alturas la diminuta cajita blanca. ¡Un angelito más al cielo!
Me atreveré a decir que del Espíritu sé, ante todo, por su «ausencia», aunque inmediatamente tengo que añadir que esa ausencia es mía y no de Él. Está en mí y vivo como si estuviera lejos.
Cuando intento describir a quien creo que es el Espíritu, el Amor divino, me encuentro incapaz de reducirlo a una imagen totalizadora. No sé ponerle rostro. Lo percibo presencia permanente, colmando mi interior, causa de mis relaciones anteriores.
Una noche tuve la experiencia viva de mi muerte -en aquel momento creí que física-. Y vi mí vida entera completamente vacía. Me presentaba ante Dios con las manos vacías. No había nada que me justificara ante Él.
Soy un misionero-itinerante y escritor, con ganas de detenerme y de callar. No estoy depresivo; estoy seducido. Me gusta referirlo así.
Si estoy abierta a Él, es capaz de iluminar mi mente y encender mi corazón con una simple volada de aire, en la lluvia de la tarde, en la sonrisa o dolor de una hermana.
Así me he encontrado yo a menudo, buscadora de palabra con la que expresar no sólo mí experiencia «pneumática», sino las experiencias de quienes en las Escrituras, en la historia de mis antepasadas y antepasados, y en la actualidad, intuyeron el paso de l
Como del tiempo dijera san Agustín, si no me lo preguntas, sé quién es; pero si me lo preguntas, no sé qué decir.
Sobre el pequeño pueblo, a orillas del Tirón, desciende el aire del Espíritu al son del campanil ligero que «toca a gloria». Casi en volandas se lleva a las alturas la diminuta cajita blanca. ¡Un angelito más al cielo!
Me atreveré a decir que del Espíritu sé, ante todo, por su «ausencia», aunque inmediatamente tengo que añadir que esa ausencia es mía y no de Él. Está en mí y vivo como si estuviera lejos.
Cuando intento describir a quien creo que es el Espíritu, el Amor divino, me encuentro incapaz de reducirlo a una imagen totalizadora. No sé ponerle rostro. Lo percibo presencia permanente, colmando mi interior, causa de mis relaciones anteriores.