Comentario al Evangelio del Domingo, 20 de Octubre de 2024
Queridos hermanos, paz y bien.
Jesús de Nazaret tuvo poca suerte e, incluso, fue, como muchos de nosotros, desde el punto de vista humano, no muy exitoso. Jesús y sus apóstoles subían a Jerusalén, donde se iba a confirmar su imponente fracaso ante los importantes de su nación. Y entonces se le acercan los Zebedeos, que, en principio, parecían de los más listos del grupo, para pedirle que los nombrara “presidente y vicepresidente” de su futuro gobierno. No se habían enterado, en absoluto, de cuál era la misión de Jesús. Y mucho menos de cómo iba a realizarse. Luego más tarde, y pasado el tiempo terrible de la Pasión y Muerte del Salvador, cuando, ya resucitado, se dispone a subir al Padre, hay quien le pregunta si es entonces cuando va a liberar a Israel de la ocupación romana. Y ése que preguntaba, había tenido a su lado, a un ser extraordinario, cuarenta días y había querido enseñarles, desde la gloria de su cuerpo resucitado, su auténtica misión, la que le había encargado el Padre y por la que, en acto de obediencia suprema, había muerto en medio de un enorme tormento.
Podríamos decir, entonces, que Jesús fracasó con los apóstoles y fracasó con su propio pueblo, que tras admirarle y querer hacerle rey porque les daba pan gratis, luego lo ultrajaron y lo mataron como al peor de los criminales. Parece que nadie le entendió. Y si leemos con atención los Evangelios pues sabemos que repitió muchas veces su auténtico mensaje a los discípulos, y a todos aquellos que le quisieron oír. Les pidió varias veces – como en esta ocasión – que fueran servidores y que no buscaran ser servidos. Les avisó que Él no tenía donde reposar la cabeza. No tenía el menor sentido aplicar la fuerza – cosa que los políticos saben hacer muy bien – al contrario, les aconsejo que pusieran la otra mejilla, ante la primera bofetada y que dieran el manto a quien les pidiera la capa. Les lavó los pies y les pidió, en definitiva, amor entre ellos. Pero todo el mundo seguía pensando en términos políticos, en posición de poder y más poder. Incluso, también los de Emaús cuando refieren lo ocurrido en Jerusalén esos días de la Pasión, hablan del no reconocimiento de las autoridades hacia Jesús y no de su misión, ni de su doctrina. Reconocen su fuerza como profeta, pero no su entrega y su amor por todos.
Jesús amaba la vida. Y conoció las alegrías del vivir. No era un profesional del ascetismo, ni un hipocondríaco. Se le llegó incluso a acusar de ser demasiado aficionado a comer y a beber. Jesús era también un líder nato. Tenía una extraordinaria capacidad de arrastre. Los Evangelios ponen de relieve en distintos lugares su «autoridad»: hablaba y actuaba como quien tiene autoridad. Podía haber sido un «triunfador». ¿Por qué, entonces, eso de servir? ¿Por qué una máxima así? Porque Jesús afrontaba la vida desde otras claves. La experimentaba como un don que había recibido, no para malgastarlo, no para retenerlo, no para apuntarse triunfos demasiado terrestres, sino para compartirlo y entregarlo. Lo más suyo era algo comunal, don para la multitud. Hizo su apuesta con toda lucidez. Y es desde ahí, desde esa su experiencia base de la vida como un don plenamente gratuito, desde donde invitaba a los discípulos a que fueran servidores.
Es verdad que todo cambió con la llegada del Espíritu Santo y que, incluso, Jesús se tuvo que aparecer a Pablo de Tarso y así buscar un refuerzo al grupo de los Doce. Entonces, Jesús ¿fracasó verdaderamente? No. En realidad, fracasaron sus coetáneos que no supieron ver quien era Jesús de Nazaret y la felicidad que les traía de parte de Dios Padre.
En la segunda lectura se nos da a conocer una vertiente concreta de la vida de Jesús. No fue un camino fácil y despejado. Jesús conoció, como todos conocemos, las dificultades, los malos ratos, las pruebas. Es uno de los rasgos de su solidaridad con nosotros. Por eso nos comprende desde dentro, porque él ha vivido nuestra misma vida en todas sus vertientes. Lo único que lo distingue, le hace único, es que mantuvo siempre su comunión con Dios, que no la rompió jamás. Pero conoce nuestros desfallecimientos, nuestras tentaciones, nuestros malos momentos o nuestras malas temporadas. Sí, también Él tuvo malos ratos. En los Evangelios sólo nos quedan algunos apuntes relativos a las tentaciones del desierto y a las pruebas y angustia de los momentos finales. Pero basta con esas muestras para que reconozcamos a Jesús como uno de los nuestros, probado en todo exactamente como nosotros. Y aquí es donde recibimos una segunda invitación: cuando lo pasamos mal, cuando experimentamos las heridas del vivir, podemos acercarnos a Él con toda confianza, seguros de que nos va a comprender.
Y acabamos este repaso con la primera lectura. ¿Fue una vida malograda la de Jesús? Cuando la miramos con los ojos con que el profeta Isaías contemplaba al Siervo de Yahvé nos damos cuenta de que no fue uno de esos triunfadores que arrasan por todas partes, pero reconocemos también que su vida fue a la postre una victoria, una limpia victoria. La última palabra no la tienen los trabajos, ni los rechazos, ni la angustia mortal, ni la muerte violenta: no la tienen los poderes malos de este mundo. La última palabra la tiene el Dios de la vida. Aquí también recibimos una invitación: la de cobrar conciencia de que le pertenecemos.
En la Eucaristía se hace presente el gesto de entrega de Jesús. Acojámoslo, para que podamos vivir en actitud de servicio. Le invocaremos como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo: hagámoslo llenos de confianza. Aclamaremos su victoria sobre la muerte, el último enemigo.
No está mal, pues, pedir al Padre que sepamos escuchar a Jesús y que le entendamos. Tenemos completa su historia y su misión en los Evangelios. No podemos hacernos los sordos o los desmemoriados. Sabemos lo que Él quiere. No le dejemos fracasar, por favor, ahora, otra vez
Vuestro hermano en la fe,
Alejandro Carvajo, C.M.F.