Comentario al Evangelio del Domingo, 8 de septiembre de 2024

Fecha

08 Sep 2024
Finalizdo!

“Todo lo ha hecho bien.”

Queridos hermanos, paz y bien.

Cerezo Barredo En la Biblia, la ceguera, la sordera, la parálisis, el mutismo se refieren a menudo a Israel – saquen al pueblo ciego, aunque tiene ojos, al pueblo sordo, aunque tiene oídos. (Is 43,8), pueblo que, como suelen repetir los profetas, cierra sus oídos a la voz de su Dios y, sin haber escuchado su Palabra, es incapaz de anunciarla. Pero el Señor –asegura el profeta– va a intervenir en favor de Israel. Por eso, comienza bien la primera lectura. Podríamos decir que es un canto a la esperanza.

El texto de hoy pertenece al segundo Isaías, el profeta que anuncia la vuelta del destierro. Seguro que este poema resultaría consolador para los exiliados en Babilonia, allá por el siglo VI, gente “con las manos cansadas, con las rodillas vacilantes, con los corazones conmovidos”. Con pocos motivos para la esperanza, vamos. A pesar de todo, Dios está siempre cerca. Y se preocupa – y ocupa – de todos.

Sin embargo, el miedo, más veces de las que desearíamos, nos atenaza. Nos asusta no saber qué nos deparará el futuro, la posibilidad de que nos asalten, sufrir alguna enfermedad… Hay también miedo a la dificultad, miedo, por qué no decirlo, a la muerte. Estas palabras de Isaías nos invitan a levantar la mirada, a ser valientes, a tener un corazón fuerte. Porque Dios es fuerte, muy fuerte, y tiene un poder infinito. Lo puede todo, y viene en persona. Quiere venir hasta ese punto donde te encuentras ahora, para que te mantengas firme. Está cerca, y trae el desquite de tanto dolor y miseria. Te da la valentía para seguir caminando hacia la Luz.

Ese miedo nos enmudece, no nos deja pronunciar una palabra de ayuda, de compasión. En ese estado, la profecía de Isaías cobra un nuevo sentido, porque Dios da luz a nuestros ojos, abre nuestros oídos y revitaliza nuestra lengua. Podemos alegrarnos, porque “en el desierto han brotado aguas, torrentes en la estepa.”

Esta semana también nos acompaña la Carta del apóstol Santiago. Y nos plantea una pregunta que puede dar motivo para la reflexión: ¿cómo juzgamos a la gente? O, dicho de otra manera, ¿comprendemos que todos somos hermanos, o miramos a la gente con prevención, con miedo, incluso? Es inevitable que haya diferencias entre nosotros, pero lo que no Dios no tolera es el favoritismo. En nuestras iglesias, generalmente, no existe el problema que menciona Santiago. Pero el problema está fuera.

Hay pobres materiales, y hay otra clase de pobres, que no lo son sólo por no tener dinero, sino por encontrarse en una situación de desventaja en el mundo. Por no tener cultura, por no disponer de un trabajo digno, por no tener los papeles en regla, por ejemplo. A esas personas, la comunidad debe prestar más atención, para diferenciarse de los que no son creyentes. Que no se queden tendidos al borde del camino, como aquél al que los bandidos robaron y apalearon. Seamos buenos samaritanos, pues.

Toda enfermedad en la Biblia, sobre todo en el Antiguo Testamento, era un castigo del Señor. Pero, especialmente, la sordera era imagen del rechazo a la Palabra. Representa la condición del hombre que escucha otras voces, voces seductoras, pero que no dan vida. No poder escuchar la palabra de Dios es un problema serio, pero el Señor ha prometido poner remedio. Porque el sordo no puede oír la Buena Nueva, y no puede reaccionar. Vive aislado, encerrado en su propio mundo. No ha podido conocer a Jesús ni escuchar su Evangelio. Y, que no se nos olvide, hay sordos de nacimiento, y sordos que lo son porque no quieren oír. Viven bien sin Dios.

Nosotros no somos así, en principio, aunque a veces nos cuesta escuchar la voz de Dios. ¿Qué hacer? ¿De qué modo podemos combatir nuestra sordera espiritual?

Lo primero, quizá, sería luchar contra nuestros egoísmos personales. Dejar de pensar sólo en nosotros, no escuchar la voz que dice que me ocupe únicamente de mí y abrirnos. Abrirnos nos permite salir al encuentro de los hermanos, de forma que nuestras palabras y nuestras obras, nuestra fe y nuestra vida sean consecuentes. Decir y hacer. ¿Cómo me encuentro frente a mis hermanos y frente al Señor? ¿Cómo son mis palabras y cuáles son mis obras? ¿Creo en lo que hago, y hago lo que creo?

Además, para que el Señor pueda sanar nuestra sordera, hay que buscarlo. No podemos permitir que el Señor sea siempre el que salga a nuestro encuentro. Tenemos que colocarnos cerca. ¿Estamos a tiro del Señor? ¿Nos ponemos en disposición de cambio? ¿Estamos dispuestos a ello? Medios hay muchos. Sacramentos, la Palabra, la oración…

Por otra parte, el sordomudo “se deja hacer”. Es dócil. Podemos pedir también que, cuando nos presentemos ante el Señor, lo hagamos con docilidad. Que no nos dejemos mundanizar, que seamos fieles al Dios. Que Él abra nuestros oídos, despierte nuestra sensibilidad para sentir su presencia (como el ciego al borde del camino), para que Él nos dé consuelo, salud y esperanza.

Hoy en día hay muchos medios e intereses empeñados en producir sordera ante todo lo que suena a Iglesia, a espiritual. Para poder enfrentarnos a ellos, hay que limpiarse a menudo el oído, de modo que nos llegue el auténtico mensaje de Jesús. De ese modo, podremos también decir, como los contemporáneos de Jesús, que todo lo ha hecho bien, también en nuestras vidas. Es posible. Basta con estar atento, y dejar actuar a Dios.

Vuestro hermano en la fe,
Alejandro, C.M.F.