Comentario al Evangelio del día 2 de mayo de 2024
San Atanasio, Padre y Doctor de la Iglesia. Memoria obligatoria.
El amor de Cristo: nuestra identidad y nuestra relevancia
Hace ya muchos años (en 1972) el teólogo protestante J. Moltmann planteó la difícil conciliación para el cristianismo entre identidad y relevancia. Mantener la identidad significaba aislarse del mundo; buscar la relevancia implicaba asimilarse a él. Y esta era la alternativa que se debatía ya en los inicios de la Iglesia, en aquel primer concilio de Jerusalén: la apertura universal de la fe en Cristo, al precio de perder las raíces judías, o una estricta fidelidad a estas últimas, que significaba cerrar la puerta la fe a los gentiles o, al menos, dificultar mucho su entrada en la Iglesia. Moltmann planteaba aquella alternativa al comienzo de su libro El Dios crucificado. Y es realmente el Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los griegos (1 Cor 1, 23) el único modo de superar esa aparente contradicción. La muerte y resurrección de Cristo tiene un significado universal, siquiera sea porque la muerte es la única realidad que nos une a todos los seres humanos sin excepción. Y aunque sea verdad que “la salvación viene por los judíos” (Jn 4, 22), viene por ellos, sí, pero para todo el mundo. Si nuestra identidad es la fe en este Cristo muerto en la cruz y resucitado por la fuerza del Espíritu, significa que la apertura universal es una obligación, aunque ello suponga renunciar a algunas tradiciones muy queridas. La conversión a Cristo no significa una “conversión” cultural o nacional, que obliga a los nuevos creyentes a hacerse también judíos (o cualquier otra identidad cultural que se quiera indebidamente imponer). En Cristo la propia identidad personal y cultural se afirma, aunque también se purifica y renueva.
Las intervenciones en el Concilio de Jerusalén no sólo salvaguardan la apertura universal de la fe en Cristo, sino también la verdadera identidad cristiana, centrada en ese Cristo crucificado y resucitado a una vida nueva, que es la expresión plena del amor de Dios: el amor del Padre al Hijo y del Hijo a nosotros sus discípulos. Lo que estaban haciendo, en definitiva, Pedro, Pablo, Bernabé, Santiago, a pesar de sus evidentes diferencias, era, más allá de cuestiones rituales, exhortar a permanecer en el amor de Cristo, a cumplir (mediante el diálogo, el testimonio y el discernimiento) su voluntad, sus mandamientos. Sin duda no se trata de un proceso sencillo. Es fácil adivinar las fuertes tensiones que rodearon este decisivo concilio para el desarrollo futuro de la Iglesia. Pero ese camino difícil y conflictivo, que supone tomar sobre sí la cruz, es el que lleva a la verdadera alegría, la alegría en plenitud de la Pascua.
Cordialmente,
José María Vegas CMF