Comentario al Evangelio del día 23 de julio de 2024
Juan Pablo II, en la encíclica Mulieres dignitatem del año 1988, escribió: “La Iglesia expresa su agradecimiento por todas las manifestaciones del genio femenino aparecidas a lo largo de la historia, en medio de los pueblos y de las naciones; da gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del Pueblo de Dios, por todas las victorias que debe a su fe, esperanza y caridad; manifiesta su gratitud por todos los frutos de santidad femenina”. En 1999, en vísperas de la entrada en el nuevo milenio, proclamó copatronas de Europa a Santa Brígida, Santa Catalina de Siena y Santa Teresa Benedicta de la Cruz. Y en la carta apostólica Spes aedificandi para la proclamación de las copatronas decía: “considero particularmente significativa la opción por esta santidad de rostro femenino, en el marco de la tendencia providencial que, en la Iglesia y en la sociedad de nuestro tiempo, se ha venido afirmando, con un reconocimiento cada vez más claro de la dignidad y de los dones propios de la mujer”.
Bueno, pues si ayer recordamos a la “primera apóstol” Santa María Magdalena, hoy celebramos a Santa Brígida de Suecia. Santa Brígida amó intensamente a Cristo, fue esposa fiel, madre de ocho hijos, tuvo visiones, peregrinó por el mundo conocido en el s. XIV… En la iglesia del destierro de Aviñón, escribió, amonestó a los Papas, reconvino a reyes y nobles, creó una orden monástica, sufrió por alguno de sus hijos bastante desacarriado y atendió a pobres y enfermos. Es decir, hizo de todo un poco o un mucho, como la mayoría de las mujeres ayer y hoy, en diferentes contextos.
Podemos agradecer la santidad de tantas personas notables, santas y santos, pero también la de todas esas (madres, hermanas, amigas, compañeras) que nos han dado ejemplo de vida entregada. Damos a gracias a Dios, porque en esta Iglesia, que ha sido y es tan asediada y combatida desde fuera y desde dentro, brotaron y siguen brotando frutos de santidad.
Virginia Fernández