Comentario al Evangelio del domingo, 11 de junio de 2023

Fecha

11 Jun 2023
Finalizdo!
Enrique Martínez de la Lama-Noriega, cmf

UN BANQUETE QUE «CREA» COMUNIDAD
Y PROLONGA A CRISTO 



    

      Si hacemos caso de los relatos bíblicos, y de lo que nos dicen los estudiosos de la Biblia, la historia de Israel como pueblo… comenzó con una cena en Egipto: La cena de Pascua. Para el proyecto que Dios tenía respecto a su pueblo (hacerlo un pueblo libre, unido, fuerte y en comunión con él) lo primero fue que estuvieran juntos, compartiendo unos alimentos. Fue el primer paso de otros muchos que darían juntos a lo largo de 40 años, hasta que sellaron la alianza (con otro banquete).
             También Jesús inauguró su comunidad, su nuevo pueblo, con una cena fraterna en la que formuló una alianza nueva y eterna, en vísperas de su muerte, en vísperas de momentos duros y de gran desconcierto para los suyos.
           Una práctica frecuente de Jesús fue la de comer con pecadores: se dejaba invitar o se invitaba él mismo a comer con ellos: esto era un signo de acogida, de apertura, de inclusión de parte de Dios mismo. Le acusaron de ser un comilón (en contraposición con la austeridad y el ayuno de su primo el Bautista).
                 Cuando se comparte la mesa, crece la comunión. No nos sentamos a comer con cualquiera, no nos sentimos a gusto comiendo con cualquiera. Y al compartir la mesa con frecuencia, se van fortaleciendo los lazos de amistad y familia. Por eso Jesús afirmó: «Cuando dos o más se reúnen en mi nombre… allí estoy yo». Es decir: que el encuentro, la reunión, la mesa compartida son un elemento esencial del seguimiento de Jesús y el contexto imprescindible para poder hablar del «Cuerpo de Cristo». Sin encuentro, sin fraternidad, sin comunión, sin compartir… no hay auténtica Eucaristía. Sería otra, bien distinta, y alejada de la voluntad, las costumbres y la intención de Jesús. (Por eso «no valen» las misas en streaming…: no hay comunidad que celebra ni se fortalece nada entre los participantes, ni…).

La primera lectura alude a todo esto. Jesús, de entre los alimentos que tenía en la mesa en su cena despedida, eligió exclusivamente dos: el pan y el vino. Ambos están cargados de muchísimas resonancias y significados en la historia de Israel. El Deuteronomio nos recuerda un par de ellas referidas al pan. Lo primero, hablando del maná (anticipo simbólico de la Eucaristía) es que es el pan que el pueblo necesita para recorrer el desierto, para caminar hacia la libertad. De aquí que, cuando el sacerdote pone el pan de Dios en nuestras manos, nos está invitando a movernos, a salir, a caminar, a romper cadenas… buscando la tierra de la libertad, ayudándonos a ser libres. Se trata, por tanto, de una misión a quien se acerca y recibe el Pan: "Sal de donde estás, rompe con tus faraones… y sé libre… y camina (con otros) hacia un mundo más justo para todos". 
         Pero también nos recuerda que «no sólo del pan vive el hombre». El Pan que se recibe debe ir acompañado de la escucha y puesta en práctica de la Palabra de Dios. Por eso, la primera parte de nuestras celebraciones no es una «introducción», para luego pasar a «lo importante»: Toda Palabra que sale de la boca de Dios es también necesaria para vivir, y se une al Pan que necesitamos para caminar, para vivir, para poder hacer la voluntad de Dios. Por eso importa tanto escucharla, conocerla, meditarla, y «masticarla» como decían los monjes.

La segunda lectura nos trae un mensaje fundamental de la teología de San Pablo: «Formamos un solo cuerpo». En otro lugar habla de que «el cuerpo, teniendo muchos miembros, es un solo cuerpo… así es Cristo». No dice «así es la Iglesia», sino «así es Cristo». Y si nosotros formamos un solo cuerpo con él… ¿qué relación tiene esto con la Eucaristía, en la que recibimos su Cuerpo? ¿Qué significará realmente lo de «esto es mi cuerpo»? ¿Qué es lo que recibimos realmente al comulgar?

Fijaos lo que escribió San Agustín: 

¿Quieres entender lo que es el cuerpo de Cristo? Escucha lo que dice San Pablo: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros suyos». Así pues, si sois el cuerpo de Cristo y miembros suyos, lo que está sobre la mesa del altar es vuestro símbolo. Es vuestro propio símbolo lo que recibís. A los que vosotros respondéis ‘amén’, expresando vuestra adhesión. Sé un miembro del cuerpo de Cristo para que tu «amén» sea auténtico.

           Ser miembro de Cristo (ser su Cuerpo) es ser parte activa de su comunidad. Al recibir su Cuerpo recibes, en primer lugar al mismo Cristo, que hoy como entonces, se pone en manos de sus discípulos para que a partir de ese momento sean/seamos su relevo y su presencia en medio del mundo.  Pero también recibes sacramentalmente a todos tus hermanos, te haces cargo de ellos, «comulgas» (te haces comunión) con ellos, porque ellos y tú somos el Cuerpo de Cristo. Así nos lo recordaba Benedicto XVI en uno de sus escritos: «La Iglesia nace de la Eucaristía». Por eso, de nuevo, no hay Eucaristía sin comunidad. Y la Eucaristía me ha de llevar a construir comunidad, a crecer en comunión, a compartir y amar mucho más, hasta ser «cuerpo entregado».
           Quiere decirse también que lo que está sobre el altar y va a ser repartido por el sacerdote en el nombre de Cristo es el sacramento de ti mismo: te parten, te reparten, y te ponen en manos de los hermanos para que seas también tú su alimento

Por eso decía san Agustín:
Tú eres lo que recibes”. Recibes el cuerpo de Cristo y eres cuerpo de Cristo. En la Cena del Señor nos convertimos en otros “cristos”, para los demás

         Así podemos entender mejor las palabras de Jesús en el Evangelio: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí».         

 Por eso celebrar la Eucaristía es hacernos cargo de los pobres, emigrantes, enfermos, sufrientes… que fueron la principal ocupación y preocupación de Cristo. Pasamos a ser instrumentos suyos: sus manos, sus pies, su mirada, su corazón para los otros. Y por medio de nosotros sigue hablando, orando, sanando, dando de comer… No es casualidad que hoy celebremos el Día de la Caridad. Cada Eucaristía debiera serlo, aunque hoy lo resaltemos especialmente.

             ¡Tantas cosas se pueden decir sobre «el Sacramento de nuestra fe»! No nos cansemos de contemplarlo, meditarlo, profundizar en él, y sobre todo llevarlo a la vida, tal como Jesús propuso a sus discípulos aquella noche en que empezaron a ser Comunidad/Cuerpo suyo, precisamente antes de morir. Se pone en nuestras manos, nos pone a unos en manos de otros, nos invita a "amarnos" y a "ser uno" para que el mundo crea.

           Seguramente tengamos mucho que mejorar en nuestras celebraciones… ¡y no en aspectos secundarios! («¿es obligatorio/precepto? ¿me vale esta misa para….?, ¿en la mano o en la boca?, ¿de pie o de rodillas?): Se trata de vivirla para que el mundo crea. Este es nuestro reto precisamente hoy.

Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
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