Comentario al Evangelio del Domingo 14 de julio de 2024
Queridos hermanos, paz y bien.
También en verano la Liturgia nos sigue iluminando. Porque es un tiempo para el descanso físico, sin descuidar el desarrollo espiritual. Por eso las iglesias no cierran. Y seguimos caminando con Jesús, para seguirle, como los Apóstoles. Aunque estemos en verano, conviene recordar varias cosas relativas a nuestra vida cristiana y a nuestro seguimiento de Jesús. De envío va el mensaje hoy. Y, que no se nos olvide, la Palabra siempre se refiere a nuestra vida.
El ambiente en los tiempos del profeta Amós no era especialmente agradable. En este libro profético, vemos un cuadro bastante pesimista de la situación de Israel. Bajo la apariencia de piedad, la realidad es que el pueblo se ha alejado de Dios. El Señor ha estado enviando avisos, y ¡no habéis vuelto a mí!, oráculo de Yahveh.” (Am 4,11)
El pobre Amós no era profeta. Era un cultivador de higos, al que le llega la llamada en medio de sus actividades. Y ya vimos la semana pasada que su tarea no fue fácil, porque le hicieron poco caso. Pero no dejó de ser señal, de recordar que Dios nunca abandona a sus fieles, aunque éstos lo abandonen a Él.
También hoy el ambiente es poco propicio. No “está de moda” hablar de Dios, confesar la fe e incluso llevar distintivos religiosos. Y, también hoy, hay muchos “profetas”, gente sencilla, que sigue diciendo lo que está bien y lo que está mal, y llevando el anuncio del Reino por todo el mundo.
Pablo lo recuerda, de otra manera: “Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos”. Es la Carta a los Efesios, que nos acompañará durante casi dos meses. Somos hijos de Dios, y Él está siempre de nuestro lado. Ese es el gran proyecto de Dios para la familia humana: que seamos la gran familia de los hijos de Dios; que actuemos entre nosotros como hermanos, no como extraños. El que nos ha llamado es fiel, y no nos defraudará.
Para nosotros, es importante recordar esto, porque también a nosotros nos ha elegido Jesús, de manera especial. A cada uno nos trata de forma particularísima y especialísima, sabe lo que pasa por nuestra cabeza y nuestro corazón, y también entiende como somos. Por eso nos llama, nos elige y nos da una tarea, Hay toda una vida por delante, para desarrollarla y alcanzar la felicidad.
Cuando descubrimos lo que Dios quiere de nosotros, viene la segunda parte cumplir con ello. Cristo nos envía, para que llevemos a cabo su voluntad. No estamos donde estampo por pura casualidad. La casualidad es el paso de Dios por nuestra vida. Pensar en el hecho de que el mismo Jesús nos quiere ahí, para hacer lo que hacemos, permite ver todo de otra manera. Nuestra misión no es cosa nuestra, es cosa de Dios. “Hágase en mí según Tu Palabra”, como lema de vida.
Somos elegidos por Dios y somos enviados por Él, como lo fue Jesús. Somos otro Jesús en medio de nuestro mundo. Estamos llamados a anunciar su Buena Noticia con nuestra manera de vivir. Seguramente encontraremos dificultades, rechazos. Quizá tendremos que decir cosas que no caigan bien, denunciar actitudes, injusticias. Quizá nos pase como al profeta Amós y nos digan: “vete a tu casa a predicar allí y métete en tus asuntos”. Amós, que era pastor de ovejas, contestó: “El Señor me sacó de junto al rebaño y me dijo: Ve y profetiza a mi pueblo de Israel”. Y eso es lo que hizo. Y eso es lo que tendremos que hacer también nosotros.
Los discípulos de Jesús salieron a la misión con poco equipaje. No se trata de impresionar con los medios utilizados, o con la fuerza o el poder de las personas que anuncian, sino con el mensaje que intentan transmitir: el Reino de Dios ya está entre nosotros, y los discípulos, testigos de su crecimiento, actuarán con los poderes del mismo Cristo. Como hizo el Bautista, apelan a la conciencia de cada uno, para que todos se conviertan, renuncien a lo que les separa de Dios, y abran los ojos a su Luz. Ese anuncio se hace por medio de personas débiles, como lo somos nosotros, pero respaldadas por la llamada divina.
Es una tarea dura, porque se trata de “proponer”, no de “imponer”. Cada uno es cada uno, y muchos renuncian a la posibilidad de cambiar. Decía la canción: “déjame en paz, que no me quiero salvar, que en el infierno no estoy tan mal”. Muchos siguen pensando así. Pero a nosotros nos corresponde anunciarles el mensaje, para que, por lo menos, tengan la ocasión de cambiar.
Cada vez que rezamos el “Padrenuestro”, cada vez que celebramos la Eucaristía, estamos recordando que somos todos hermanos. El mismo Dios nos prepara la mesa, comparte su Palabra y nos regala los dones que le presentamos. Y, al final (“Ite, Missa est”) nos envía a ser testigos. Que no se nos olvide nunca que somos cristianos las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. No sólo durante el tiempo que dure la Eucaristía. Incluso en verano.
Todos debemos continuar dejando signos, señales del Reino de Dios. No a todos se les ha dado el poder de expulsar demonios y curar enfermos, pero todos podemos ayudar a los que tenemos cerca a superar sus miedos, a librarse de supersticiones y falsas imágenes de Dios, a vivir su fe de modo más libre. Y todos podemos servir a los enfermos, acompañarlos, escucharlos y llevarlos un poco de consuelo. Así seremos testigos, servidores de la vida. Para que el mundo a nuestro alrededor sea un poco mejor.
Anunciamos al Dios de la vida, al Dios del amor, que ama la vida y no odia nada de lo que ha creado, como nos recuerda el viejo libro de la Sabiduría. Lo hemos de anunciar con nuestras palabras; lo hemos de anunciar sobre todo con nuestra forma de vivir.
Vuestro hermano en la fe,
Alejandro Carbajo, C.M.F.