Comentario al Evangelio del Domingo 16 de Febrero de 2025

Fecha

16 Feb 2025
Finalizdo!

Dichosos vosotros.

Queridos hermanos, paz y bien.

Cerezo Barredo - domingo sexto del tiempo ordinarioQuien más, quien menos, conoce bien las Bienaventuranzas. A lo largo del año litúrgico, acaban apareciendo. Podríamos decir que son como instantáneas del propio Jesús. Se estaba retratando a sí mismo. Porque él, «siendo rico, se hizo pobre por nosotros para enriquecernos a todos», como declaraba san Pablo; y «renunció al gozo inmediato que se le proponía, y cargó con la cruz, sin miedo a la ignominia». Su apertura a Dios no le permitió vivir autosatisfecho («¿por qué me llamas bueno?», le preguntó al magistrado), ni conten­tar­se con una obediencia de mínimos. Vivió una forma nueva de justicia: la que da Dios y la que pide Dios. Ahora es «santo y feliz, Jesu­cristo», hijo de la resurrección, vencedor de su muerte y de la mía.

Desde luego, aunque sean conocidas, no siempre entendemos el mensaje de las Bienaventuranzas. O no del todo. Las dos versiones que tenemos, la del Evangelio de Mateo y la de Lucas, que leemos este domingo, han llevado a muchos a pensar que Dios es un poco sádico, cuando para ser feliz hay que sufrir, para reír hay que llorar, etc. Claro está que no es ese el significado profundo. Más bien, quizá convenga fijarse en la experiencia de todos los humanos. Si no has sufrido la tristeza, no es posible que no puedas conocer el consuelo que Dios da. Si no has llorado, como lloró Pedro su traición, por ejemplo, es complicado conocer el consuelo que recibió de Dios.

Parece que también algo del espíritu de las Bienaventuranzas, en esta línea, podemos encontrar en la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro. El que lloró en la tierra encontró consuelo en el cielo, y el que vivía feliz, acabo llorando por no haber sabido aprovechar su vida. Eso era lo que Cristo tenía en mente, al proclamar las bienaventuranzas a los discípulos y las imprecaciones (o maldiciones) a los satisfechos.

“Vuestra recompensa será grande en el cielo.” Eso dice Jesús, pero ya aquí, en la tierra, se puede sentir algo de esa alegría. San Pablo conoce las tribulaciones de ser seguidor de Cristo – cuántas veces estuvo al borde de la muerte – pero conoce mejor el consuelo y ánimo que, gracias a Cristo, rebosa sobre él, en proporción al sufrimiento que le toca soportar. Es que el Reino de Dios no es como la línea del horizonte, que se aleja a medida que nosotros avanzamos. Es sobre todo un don cercano, está dentro de nosotros, o al lado. Y, si abrimos el corazón, podemos percibirlo.

No todos viven así, conforme a los valores del Reino. El profeta Jeremías nos recuerda que podemos vivir según el estilo del mundo, tal y como proponen muchos, o como nos invita Dios. Maldición o bendición, cada uno elige lo que prefiere. Los dos caminos que nos recuerda el libro del Deuteronomio, muerte y vida, ante nosotros. El problema es que el resultado de la elección no es indiferente. Muchas veces, el enfocarse en los valores equivocados supone terminar mal. Demasiado afanarse, vanidad de vanidades, para que todo acabe en nada, vacío interior y desilusión. A eso lo llama “maldito” el profeta. Una vida sin sentido.

Por el contrario, quien vive conforme a los Mandamientos, es decir, según lo que Dios propone, será bendito, aunque muchos se rían de él. Es posible que no reciba mucho reconocimiento en la tierra, pero se ha asegurado la vida eterna, porque el último juicio pertenece a Dios, no a los hombres. Merece la pena elegir bien, entonces.

Si la semana pasada san Pablo nos recordaba los puntos centrales de nuestra fe, hoy remarca, precisamente, la resurrección de Cristo. Porque “Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos.” Y después de estas palabras, hemos dicho juntos: “Palabra de Dios”. Porque verdaderamente es eso, Palabra viva, Palabra que ilumina. Es un anuncio de alegría de lo que Dios ha hecho por nosotros. Y esa resurrección nos anima, nos da esperanza, especialmente cuando tenemos que separarnos de un ser querido, por ejemplo. Es verdad que estamos hechos para el encuentro, no para la separación, sobre todo para las despedidas definitivas. Pero. gracias a la muerte y resurrección del Señor, podemos ver esta realidad de otra manera.

Porque sabemos lo que Dios tiene previsto para nosotros. Ese plan de Dios es un plan de amor. Disfrutaremos de la Salvación, no nos disolveremos en la nada, porque nacemos del amor, y estamos llamados a encontrarnos con el Amor. Esa convicción es la que nos ayuda a no verlo todo negro, incluso cuando la muerte nos visita. Hay esperanza, siempre. Porque Cristo ha vencido a todos los enemigos, incluso a la muerte.

A las vista de estas lecturas, quizá podamos formularnos una serie de preguntas. Por ejemplo, ¿sobre qué estoy asentando mi vida?; ¿qué objetivos me he marcado?; ¿estoy dispuesto a cambiar alguna cosa o a hacer alguna renuncia significativa?; ¿cómo afronto el sufrimiento en mi vida?; ¿busco el quedar bien ante los demás, a costa de mi conciencia?; ¿estoy dispuesto a seguir a Cristo, incluso si los tiempos o las circunstancias no acompañan?

A Jesús le escuchaba una gran muchedumbre, ansiosa de conocer lo que tenía que decirles. Muchos curiosos, sí, pero pocos fueron los que llegaron hasta el final. Entonces, ¿pertenezco a esa muchedumbre que escucha el Evangelio sin más, o he hecho la elección de ser un verdadero discípulo? ¿Qué significa para mí la resurrección de Cristo? ¿Cómo afecta a mi vida diaria y a mi relación con Dios y con los demás? ¿Es un motivo para el regocijo?

La certeza de la resurrección de Cristo es la que permite que los pobres posean el Reino, que los hambrientos queden satisfechos, que los que lloran puedan reír con alegría… Pidamos al Señor que esta verdad de nuestra fe nos inspire a vivir con confianza, sabiendo que la esperanza trasciende esta vida terrenal y termina en la vida eterna. Amén.

Vuestro hermano en la fe, Alejandro, C.M.F.

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