Comentario al Evangelio del Domingo 16 de Marzo de 2025
Queridos hermanos, paz y bien.
Después del desierto y (la victoria sobre) las tentaciones, la montaña y la Transfiguración. Como cada año, la Liturgia nos va colocando en clave de Pascua, para que aprovechemos este tiempo de Cuaresma.
Si del Evangelio del domingo pasado (el de las tentaciones de Jesús) podemos decir que sabía a Pascua, también lo podemos decir del Evangelio de hoy. Aquel sabía a Pascua porque en él Jesús afronta un difícil combate; pero también aparece victorioso. Así se anticipaban el último combate y la victoria definitiva del Señor que es la Pascua. Hoy, de nuevo, nos hallamos ante otro episodio singular, y con el mismo sabor a Pascua.
Hoy no es el diablo el que habla con Jesús. Son dos personajes muy significativos del Antiguo Testamento: Moisés (del que no se conocía el lugar de su enterramiento) y Elías (que fue arrebatado por los aires en un carro de fuego), que hablan con Él sobre su muerte. Dos personajes con un final misterioso. Y Jesús está vestido de blanco, el color de la victoria. Los dos hablan con Jesús, insinuando que es un profeta mayor que ellos, y que su fin será incluso superior al de los dos. Por eso sabe a Pascua este interesante relato.
Es necesario pasar por la prueba, para llegar al final del camino. Es necesario decir “sí” a Dios, para que sepamos qué quiere de verdad de nosotros, Es la experiencia de Abrán, que para convertirse en Abrahán tiene que estar dispuesto a sacrificar a su hijo primogénito. Hoy Dios le hace varias interpelaciones. A cada intervención del Señor responde con un «Amén» total, asintiendo plenamente: toda su vida está anclada en la roca firme de la Palabra del Señor. Dios acoge como sacrificio perfecto esta fe obediente: y «se lo contó en su haber «.
Es interesante contemplar cómo solo Dios cumple el rito de la alianza. Abrahán no pasa entre las carnes de los animales. La promesa de Dios es absolutamente incondicional; no pide nada a cambio. Sabe que no puede pedir nada porque los hijos del patriarca serán frecuentemente infieles e incrédulos. Pero mucho. Durante el Éxodo llegarán incluso a pensar que el Señor los condujo al desierto para hacerlos desaparecer. Las promesas de Dios al hombre son siempre gratuitas. Los profetas presentan a Dios siempre y en toda circunstancia como el esposo fiel, aunque la esposa lo traicione (cf. Is 54,5-10). El Amor de Dios no se rinde ante ninguna traición.
Pero siempre hay “enemigos de la cruz de Cristo”. Personas que no quieren o no pueden aceptar ese amor incondicional. Prefieren seguir apegados a la observancia de las normas, para vivir más seguros. A ellos se refiere el apóstol Pablo en la segunda lectura. Reducen la fe al cumplimiento de normas como la circuncisión, la prohibición de comer ciertos alimentos, los ayunos exagerados… En realidad, todas esas conductas se refieren al vientre.
Según estos criterios, para ser “amigo de la cruz de Cristo” habría que sufrir, hacer sacrificios, mortificarse… Mortificarse es, de alguna manera, morir, y nosotros generalmente no queremos morir, sino vivir. Eso sí, entendiendo bien lo que es la vida de verdad, una vida en libertad, con Cristo y en Cristo. Porque los amigos de la cruz de Cristo debemos renunciar a lo que no es vida. Para eso, debemos dejarnos transformar por el Señor, nuestro Salvador. Porque somos ciudadanos del Cielo, y nos espera la transformación de nuestro cuerpo mortal, según el modelo del cuerpo glorioso del Resucitado. En este mundo estamos de paso, somos nómadas, como Abrahán.
Y llegamos a la experiencia de los discípulos en el monte Tabor. De aquellos que acompañan a Jesús a la montaña, para orar. Es interesante detenerse en esta experiencia de los apóstoles. Pasan por diversas fases; casi se quedan dormidos, quedan deslumbrados por la luz del encuentro de Cristo con Moisés y Elías… Es posible que nosotros pasemos por esas fases, también. Su sopor puede ser nuestro sopor, y su deslumbramiento nuestra iluminación. Nosotros podemos subir con Jesús al monte, y ese monte se llama oración.
El sopor de Abrahán y el sopor de los Apóstoles son el preludio del descubrimiento de algo grande, la certeza de que el Señor va a hacer cosas extraordinarias en sus vidas. Dios se va abriendo, se revela de manera progresiva, porque las cosas de Dios nos son fáciles de entender. Los mismos Apóstoles no entendieron hasta después de la Resurrección quién era Cristo. Quizá intuyeron que estaban ante un personaje singular, incluso extraordinario, pero, en ningún caso, ante el mismísimo Dios. Pero cada explicación, cada encuentro, cada milagro iba dejando sitio en su alma, iba preparando el espíritu para el futuro. Y eso es lo que debe hacer en cada uno de nosotros este tiempo de Cuaresma.
No resulta sencillo adentrarse en el sentido de la Cuaresma viviendo en un mundo que se preocupa, en general, solamente de vivir sin problemas. Muchos sólo quieren gozar de la vida. Está claro que el gozo, la alegría no se contraponen con nuestra vida de cristianos. No se trata de vivir en la tristeza perpetua. Pero hay formas de gozar que no son compatibles con nuestra vida de cristianos. Es importante tener los ojos del alma bien abiertos, para ver las iluminaciones que el Señor nos envía. Saber distinguir lo que nos hace bien y lo que nos perjudica. Dejarse empapar por el paso de Dios por nuestra vida, como hicieron los Apóstoles.
Hay que ser humilde, asumir que no podemos llegar solos a los objetivos que nos marca el Maestro, pero siempre con fe, sabiendo que nos dará señales y fuerzas para que podamos andar por el camino recto y seguro. Existe la tentación de hacer tres tiendas, como quería Pedro, pero hay que bajar del monte y seguir caminando. Siempre con fe y esperanza. Fe y esperanza, especialmente en este año jubilar, en el que se nos invita a ser “peregrinos de la esperanza”, aprovechando esta Cuaresma. Porque tras ella llega la Pascua, y en la Resurrección de Cristo debe estar fijada nuestra mirada. Sabemos lo que nos espera, y es algo bueno, muy bueno.
Por eso los discípulos de hoy nos reunimos cada domingo, para celebrar la Eucaristía, anticipo de la Pascua eterna. Subimos al monte y en el monte vemos el rostro del Señor transfigurado, el que se hizo pan para alimentarnos, que entregó toda su vida; y tiene esta propuesta que nos hace: ‘Une tu vida a la mía’. Es la voz del cielo que nos dice: “Si queréis asegurar vuestra, si queréis realmente ser hijos del Padre del cielo, escuchadlo”. Los Discípulos, al bajar del monte, guardaron silencio. Nosotros hoy, saliendo de nuestra parroquia podemos, por el contrario, anunciar a todos lo que la fe nos ha hecho comprender: quien da la vida por amor entra en la gloria de Dios.
Vuestro hermano en la fe,
Alejandro Carbajo, C.M.F.