Comentario al Evangelio del domingo, 18 de junio de 2023
Enrique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
UNA MIRADA A LA MUCHEDUMBRE
Los comienzos de la Escritura nos cuentan que Dios puso su mirada en un grupo muy heterogéneo de esclavos en Egipto. Y se «fijó» en su sufrimiento y «escuchó» sus lamentos y gritos. Y decidió «bajar» para liberarlos, buscando como «instrumento» suyo Moisés. Más adelante, a los pies del Sinaí, aquella «muchedumbre» de fugitivos a los que había ido guiando y purificando, recibió una promesa:“Vosotros seréis mi pueblo”. Dejarán de ser «muchedumbre» para convertirse en pueblo de la nueva alianza, propiedad de Dios. Y es que las muchedumbres suelen ser fácilmente manipulables, funcionan más a golpe de afectividad y contagio, que de lógica o razonamientos; están formadas por personas anónimas e indiferentes entre sí, aunque estén juntas, pero que tienen algún problema o necesidad común… No es «eso» con lo que quiere tratar Dios. Él quiere construir un pueblo donde unos a otros se miren, se respeten, se cuiden, se apoyen y se acompañen (por eso llegarán los Diez Mandamientos).
También Jesús anda mirando a las gentes. Se deja impresionar, afectar, cuestionar por lo que vive la muchedumbre. No es una mirada para acusar, reprochar o escandalizarse. Es una mirada para comprender: Quiere captar su mundo interior, lo que sienten, lo que sufren, lo que necesitan, lo que esperan. Una mirada «compasiva», que le toca en lo más hondo de su corazón. De algún modo, hace suyo lo que le llega. No quiere imaginar ni deducir, ni tiene ideas previas. Jesús escucha, se interesa, pregunta y trata de comprender. No sabemos si aquella gente era buena, si su vida estaba moralmente en regla, si eran o no pecadores… Podemos suponer que habría de todo. Pero parece que tienen algo en común: es gente que sufre. Ésta es la primera percepción de Jesús. Y Jesús se «compadece» de ellos, es decir, participa de su sufrimiento y decide (como hizo Dios con Israel) hacer algo por ellos, en su favor.
Andaban extenuadas y abandonadas, como ovejas sin pastor. Pero pastores tenían, y en abundancia. Todo el gremio de sacerdotes, con su milimétrico cuidado del culto del templo, los letrados y fariseos, bien formados, con la doctrina clara, precisa y minuciosa, como para resolver todas las situaciones que pudieran plantearse y marcar lo correcto y lo incorrecto, lo moral y lo inmoral. Expertos en casuística (aunque no en personas), se consideraban portavoces cualificados de la voluntad de Dios.
Cuando más adelante Jesús llama a los cansados y agobiados y les habla de su yugo llevadero y su carga ligera probablemente se refiera a que estos pastores y su forma de tratar al rebaño son la causa de ese agobio y cansancio, de ese estar extenuados y abandonados. Aquellas gentes no necesitan pastores que multipliquen las normas, que excluyan a los que no cumplen la voluntad de Dios, que lo regulen todo y que parezca que la Alianza (1ª lectura) – un pacto de amor y entrega por el que Dios se había convertido en libertador de un pueblo para hacer de ellos un pueblo de sacerdotes y una nación santa– consiste en un código de obligaciones y prohibiciones que no les hacía ni más felices, ni más hermanos ni más libres. Aquellos pastores andaban escasos de misericordia y desentendidos de los sufrimientos del pueblo, sin presentarles alternativas ni ayudarles a salir de su penosa situación.
Cuando los pastores no son lo que deberían ser, cuando las estructuras sofocan la vida, cuando lo que importa es el reglamento, cuando el funcionamiento y el orden y el conformismo prevalecen sobre la espontaneidad y la originalidad, cuando las personas son objeto de imposiciones que llueven desde la cima de la pirámide, cuando no se les educa en el ejercicio de la libertad, cuando se tiene miedo de la conciencia y del cerebro, cuando se siente un gran respeto por la opinión pública, pero sólo en los documentos oficiales, cuando no queda espacio para una verdadera creatividad, entonces el rebaño tiene la impresión -y no sólo la impresión- de que no tiene pastores, sino funcionarios, y que no cuentan para nada. (A. PRONZATO, Sólo tú tienes palabras)
Por eso, llama a «otros». A los que han escuchado el mensaje de las bienaventuranzas y están dispuestos a vivir de un modo diferente, y que convierten su relación con Dios en un camino de felicidad, donde el que está mal es el centro principal del Reino, de la relación con Dios, donde nadie que excluido.
Son un grupo de Apóstoles/pastores que reciben un bello y difícil encargo: «proclamad, curad, resucitad, limpiad echad demonios». Como se ve por todos estos imperativos, se trata en primer lugar de anunciar con gozo (sin riñas, ni amenazas, ni obligaciones) la cercanía, presencia y compromiso de Dios (eso es el Reino). Y esa presencia, para que no se quede en palabras vacías (de las que ya están muy hartas las ovejas) se comprobará en que éstas irán siendo reintegradas en la comunidad, se harán conscientes de su dignidad y su preferencia por parte de Dios, se les aliviará su sufrimiento, se luchará contra las causas de sus heridas, de su suciedad, de su falta de vida, de sus sufrimientos. En definitiva: se trata de que pasen de ser «muchedumbre» a ser «comunidades» donde se aman, lo tienen todo en común y se atiende a cada cual según sus necesidades. Yo entiendo que esta sería la misión principal de cualquier Obispo, párroco o agente de pastoral (con la implicación de todos los demás, claro).
Lo que marca la pertenencia a esta comunidad no son unas normas rituales o religiosas, sino el compromiso de acoger, compadecer, compartir y aliviar la carga de los otros. El Reino de Dios está cerca cuando los que hemos conocido a Jesús ponemos en el centro de nuestra relación con Dios, en el centro de nuestras inquietudes y preocupaciones a los que están peor. Sin imponerles, sin juzgarles, sin reñirles, sin reprocharles, sin ponerles condiciones (tampoco económicas: lo nuestro ha de ser gratis).
La «autoridad» o «poder» que nos concede el Señor es para la lucha contra el mal. Una lucha que no es exclusiva de los que tienen responsabilidades pastorales en la Comunidad Cristiana, sino de todos los que se han sentido llamados e ilusionados por el Mensaje de las Bienaventuranzas, de los que hemos aprendido que la Gloria de Dios es el cuidado y la felicidad del hombre, llevar a lo más alto, en alas de águila, a los caídos al borde del camino, de los que estamos dispuestos a ser un pueblo sacerdotal que se arrodilla a lavar los pies cansados del camino, y que sabe que comulgar en la Eucaristía significa comulgar en el servicio y en la entrega de la propia vida en favor incluso de los que no son justos (2ª lectura) como hizo el propio Jesús, y como espera que nosotros hagamos. Seguramente también tendremos que llamar a otros muchos, porque la tarea (la mies) es inmensa, y los caminos y ciudades que nos aguardan son incontables.
Eduquemos, pues, nuestra «mirada» para ser capaces de compadecer, convocar, proclamar, sanar, limpiar, resucitar, curar y desterrar demonios de modo que seamos una Iglesia misionera, una Iglesia compasiva y misericordiosa, una Iglesia humanizadora, una Iglesia acogedora e integradora, una Iglesia sinodal, una Iglesia de personas felices, portadoras de una misericordia y una fidelidad que ha de llegar a todas las generaciones.
Quique Martínez de la Lama-Noriega