Comentario al Evangelio del Domingo 22 del Tiempo Ordinario.
Lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre.
Queridos hermanos, paz y bien.
Hemos terminado de leer el capítulo 6 del Evangelio de san Juan. Lo hemos hecho durante cinco semanas, con el (largo) discurso del Pan de Vida. Acabábamos el domingo pasado con la pregunta de Jesús, de si los discípulos también querían irse, y la respuesta de Pedro: “¡Sólo Tú tienes palabras de vida eterna!”. Volvemos al Evangelio de Marcos, que nos acompaña en este ciclo B. Y lo hacemos con unas palabras de Jesús, palabras de vida, que nos ayudan, como siempre, a vivir mejor nuestra fe.
Hoy la cosa va de normas. Derecho divino y derecho positivo. Las que vienen de Dios y las los hombres nos damos, en otras palabras, para poder vivir juntos. Lo que no podemos cambiar, y lo que se puede ir adaptando con el paso del tiempo. Conviene no confundirlo.
A veces, existe la tentación de querer cambiar las disposiciones más exigentes, para que sea más fácil ser cristiano: quitar un mandamiento (o dos) o un voto, para los religiosos. Sabemos que eso no es posible. No depende de nosotros. O la tentación contraria, añadir nuevas normas que surgen de la “sabiduría” humana. Se quiere convertir en voluntad de Dios lo que es la voluntad del hombre. Así surgen muchas idolatrías, y se puede llegar a violentar las conciencias. Se pide en nombre de Dios lo que Dios no quiere.
Es importante distinguir lo fundamental de lo secundario. Nos parece muy importante lo externo, pero se nos olvida lo interno, lo fundamental. Jesús critica esa confusión, porque no sirve de nada lavarse las manos si el corazón está muy sucio. Por supuesto que lavarse las manos no está mal. Lo que no le puede gustar es que se haya perdido el sentido de la Ley. La liturgia, los rituales, tienen como fin acercarnos a Dios. Pero los fariseos se olvidaron de esto, y observaban las normas porque sí, vaciándolas de sentido. Honraban a Dios con los labios, pero no con el corazón. Se había perdido el sentido sacro de esa Ley. Dificultaba, cuando no impedía ese acceso a Dios.
La relación con Dios debe llevarnos a la relación con los hermanos. Si hemos aceptado la Palabra, significa que somos todos hermanos en Cristo. Hay que llevar esa Palabra recibida a la práctica, y no sólo escucharla. La referencia a las viudas y a los huérfanos nos remite a las personas más necesitadas de la época en la que escribe el apóstol Santiago. Engañarse a uno mismo, cerrando los ojos a las necesidades de nuestros semejantes, significa no ser un buen cristiano. En nuestro mundo occidental las viudas y los huérfanos suelen estar más o menos bien atendidos, pero hay otros muchos necesitados. Es cuestión de poner atención.
Hay en el Evangelio una larga lista de vicios – pecados que hacen impuros al hombre, más que el lavarse o no las manos antes de comer. Los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todo esto nos da pie para un buen examen de conciencia. Lo que hace que todo eso sea malo es que va contra la dignidad del hombre. Cosifica, desnaturaliza al otro. Lo convierte en medio para alcanzar nuestro fin. Todos podemos entender que ese elenco de maldades sale de dentro, del corazón. Ahí está el origen de muchos de nuestros pecados. Por eso hay que ser cuidadoso con lo que pensamos o deseamos, porque puede ser el origen de una conducta desordenada.
En las palabras de Jesús en el Evangelio podemos encontrar otro motivo para reflexionar: nuestro modo de participar en las celebraciones. Dicho de otra manera, no conviene poner el “piloto automático” cuando vamos a la iglesia. Los creyentes, felices de encontrarnos con nuestro Señor, deberíamos demostrarlo en el templo. Lo que celebramos allí debería ser manifestación de lo que vivimos y sentimos por dentro. De la abundancia del corazón habla la boca (Lc 6, 45) Por eso, cuando empezamos cantando, ¿lo hago sabiendo que el canto es alabanza, y no solamente un adorno de la celebración? Cuando respondemos al celebrante, nos arrodillamos, nos levantamos o nos sentamos, ¿somos conscientes de lo que decimos y por qué lo hacemos? ¿Nos esforzamos por entender el significado de cada signo, de cada símbolo, de cada gesto de la Eucaristía?
La religión verdadera, la del corazón, puede ser sólo practicada por quien ha llegado a tener una fe adulta y madura, por quien es libre, sincero, abierto a la luz de Dios y a los impulsos del Espíritu. Que la participación en esta Eucaristía nos ayude a acercarnos a ese objetivo.
Vuestro hermano en la fe, Alejandro, C.M.F.