Comentario al Evangelio del domingo, 23 de agosto de 2020
Enrique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
CONTRA LOS ADMINISTRADORES LISTILLOS
En los remotos tiempos del profeta Isaías también ocurrían cosas bastante «feas». En la cosa pública (sean los tribunales de justicia, sea la administración de impuestos, sean los cargos y nombramientos en el Templo…) se daban escándalos, abusos de poder, derroche del dinero público, corrupción administrativa, enchufes y favoritismos. Había personajes hábiles, con muy escasa conciencia y menos escrúpulos, ambiciosos, que se aprovechaban de sus cargos públicos, y de sus buenos contactos para hacer fortuna a la sombra complaciente de palacio, o de cualquiera que pudiera facilitar sus fines.
Como éste Sobna, de cuyos turbios negocios nos habla Isaías. Se trata de un «mayordomo de palacio» (quizá para entendernos, sería más adecuado llamarle «Administrador», o Primer Ministro o Jefe de la Casa Real…) Así nos lo han descrito: ambición desenfrenada, delirios de grandeza, intrigas, negocios turbios, aprovechando su cargo, y sirviendo aparentemente al rey y a su pueblo… Pero solo aparentemente.
Sobna estaba preocupado y ocupado por dejar huella en la historia, a pesar de haber ensuciado él mismo su nombre; deseaba ser recordado y honrado por las generaciones venideras. Para lo cual había proyectado construir un grandioso monumento funerario. Hoy quizá habría optado por un aeropuerto, un gran rascacielos, algún puente faraónico, un muro o incluso alguna estación espacial. ¡Quién sabe!
Al mismo tiempo, a los numerosos pobres de su entorno simplemente les costaba trabajo sobrevivir. Era su responsabilidad cuidarlos en nombre del rey (y de Dios), pero lo que realmente le interesaba era su propia tumba, perpetuar su nombre. No es difícil encontrar hoy personajes parecidos similares.
Bueno, pues, ante este «Administrador» impresentable, Dios tomó partido inmediatamente. Y dijo «basta». Y es que a Dios le importan los temas políticos, económicos, sociales. Y especialmente aquellos que no cumplen éticamente con sus responsabilidades. Si el domingo pasado subrayábamos la importancia del derecho y la justicia, hoy podemos añadir la honestidad, la ética, la austeridad, el olvido de sí de quienes tienen responsabilidades que cumplir.
En los últimos tiempos venimos comprobando como, desde todo el arco parlamentario, se pretende recluir la fe en el ámbito prohibido, diciendo que Dios y los cristianos no tienen que meterse en política, que hay que respetar a los que piensan distinto… y abstenerse de defender los propios valores. Sería coherente que se lo aplicasen ellos mismos, a sus distintas ideas políticas e ideológicas. También ocurre que algunos grupos o líderes políticos pretenden «adueñarse de Dios» para justificar sus posturas que poco o nada tienen que ver con Dios… Porque a Dios le importa el pobre, el emigrante, el huérfano, el anciano, el sin-papeles, el enfermo, los pueblos nativos sin recursos…
Y en cuanto a la fe, no se la puede convertir en un asunto privado, espiritualoide o de la otra vida… Tiene que afectar a las leyes, a la economía, a la política, a la ecología… a todo… si bien los creyentes no tenemos las soluciones para tantos problemas, y por eso podemos y debemos colaborar con todas las iniciativas que procuren un mundo más humano, más justo, más libre, más pacífico, más fraterno… apartándonos (y hasta denunciando) las que pretenden todo lo contrario.
En cuanto al Evangelio:
Los seres humanos solemos percibir la realidad desde nuestras expectativas, necesidades, situaciones personales, formación cultural y religiosa, vivencias y experiencias, intereses… Estos son nuestros filtros, conscientes o inconscientes. Y Jesús quiere hacer un «feedback», una valoración de lo que la gente ha podido captar de sus palabras y obras, qué les ha quedado de todo su empeño misionero. Es una tarea necesaria siempre, y en los agentes de pastoral también. El balance que le presentan sus discípulos no es alentador. Ya algunos grupos judíos han empezado a tomar distancia de Jesús, decepcionados cuando no escandalizados. La «gente» no anda demasiado desencaminada, pero su percepción del Maestro es muy incompleta. A partir de aquí Jesús cambiará de «estrategia» para pasar a centrarse casi exclusivamente en el grupo de sus discípulos.
Pero también quiere sondearles a ellos. La pregunta no se dirige al terreno intelectual o teológico… : ¿Qué habéis percibido de mí en el trato personal, qué ha supuesto para vosotros el seguirme, el escucharme, el estar conmigo…? ¿En qué habéis cambiado personalmente, cómo estoy influyendo en vuestras vidas. Digamos que es una pregunta «existencial», que solo uno mismo puede responder, y para la que no hay respuestas hechas.
Pedro se adelanta a responder a modo de portavoz de todo el grupo y hace toda una declaración breve, pero profunda sobre Jesús: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo«. Es una respuesta bastante más completa que la que dieron en la barca, después de la tempestad. Y esa declaración de fe será el cimiento, la piedra, sobre la que Jesús levantará su futura Iglesia («mi Iglesia»). Pero hay que decir que, a pesar de la bienaventuranza de Jesús dirigida a Pedro… su confesión necesita ser purificada. Su concepto de «Mesías» habrá de modificarse mucho a partir de la experiencia pascual (el fracaso, el rechazo, la cruz y la resurrección), dejando a un lado muchas connotaciones y expectativas que no coinciden con el proyecto de Jesús. De ahí que les mande silencio sobre ese título. Y ciertamente ningún apóstol puede atreverse a «atar y desatar» como el mayordomo de la primera lectura.
Nunca tenemos cerrada y completa nuestra experiencia de fe. Lo que «decimos» de Jesús tiene que seguir madurando. Lo que digamos ha de ser experiencia personal vivida. Y la fe eclesial/comunitaria de los apóstoles y la revelación progresiva de Dios (ni la carne ni la sangre) lo irán haciendo posible… si no nos encerramos en nuestras ideas y subjetivismos personales. Nuestra fe es siempre eclesial/comunitaria, aun cuando sea (debe serlo) personal.
Enrique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Imagen de José María Morillo