Comentario al Evangelio del Domingo 27 de Octubre de 2024
Ten compasión de mí.
Queridos hermanos, paz y bien.
El domingo anterior veíamos cómo los Apóstoles no habían entendido nada. El ansia de poder iba contra todo lo que Jesús predicaba. Veían sólo lo que querían ver. Hoy, sin embargo, tenemos el testimonio de un verdadero creyente, que sí ha entendido con Quién estaba en contacto. Unos videntes, que no veían nada, y un ciego que sí ve.
Todo negro lo veían los exiliados de la primera lectura. En el exilio, sin templo ni sacerdotes, reducidos a un mínimo resto, están deprimidos, y no ven salida. Y donde la mayoría sólo ve el final, el profeta Jeremías les hace mirar a esa situación de una manera completamente diferente.
De ese resto, aparentemente estéril, sin futuro, el Señor va a hacer el mejor de los pueblos. El material, desde luego, no es de los mejores: ciegos y cojos, preñadas y paridas. Nadie se atreve a apostar por el éxito del viaje: con gente así no se va muy lejos, no se camina rápido. Su condición es desesperada: son ciegos, incapaces de orientarse, tullidos que no pueden moverse, mujeres agobiadas por el embarazo o afligidas por dolores de parto. Solo un milagro del Señor puede llevar a la meta a un grupo de gente en esas condiciones. Él ama a todos, aunque esos “pobres de Yahvé” le atraen especialmente. Con ese material, renacerá el pueblo de Israel. El llanto se convertirá en alegría, porque, con la protección del Señor, volverán a la tierra de la que habían sido deportados. Como nos recuerda el salmo de hoy, “El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres”.
Si nos sentimos pequeños, porque delante de Dios lo somos, esta lectura también se dirige a nosotros. Como de Israel, nuestro Padre también se ocupa de nosotros, para que su pueblo crezca más y más cada día, aunque no se note a simple vista, para que ese pueblo vuelva a su Señor. Como estaba diseñado desde el principio de los tiempos.
Sentimos esa protección en nuestro hermano, Cristo. En Cristo, por Él y en Él, sabemos que Dios no está lejos, no vivimos “dejados de la mano de Dios”. No es un sumo sacerdote alejado de nosotros, no. Él nos comprende, porque es un ser encarnado, como nosotros, capaz de sufrir calor y frío, hambre y sed, alegría y dolor, igual en todo a nosotros, con nuestras debilidades – excepto el pecado – y capaz de compartir nuestro sufrimiento. Como hombre, podía ser designado para ese cargo. Además, no se eligió a sí mismo, esa función de Sumo Sacerdote se la otorgó su Padre, para que, con su sangre, redimiera nuestra vida, y permitiera que, por medio de la fe en Él, llegáramos a alcanzar la vida eterna.
Y llegamos al Evangelio. Llevamos ya diez capítulos del texto de Marcos. A lo largo de ese camino, Jesús deja claro cuál es la meta de su viaje y expone los requisitos morales que deben asumir los que quieren seguir sus pasos: el amor gratuito, sin condiciones y sin límites, la renuncia a los bienes y a toda ambición, el servicio desinteresado a los demás. Pero…
Pero los Discípulos siguen preocupados por lo suyo. Están ciegos para ver más allá de su propio mundo de intereses y ambiciones. Por eso, este Bartimeo es un verdadero modelo para los Doce. Lo confiesa como hijo de David, le pide ayuda, recobra la vista y se transforma en un ferviente seguidor. Ese encuentro con Cristo se convierte en el primer paso hacia la luz. Como siempre, no es fácil. Hay que superar obstáculos, en este caso, los mismos acompañantes de Cristo, que demuestran su ceguera, al intentar impedir que se acerque al Señor.
Quizá lo mismo siga sucediendo hoy. Tendríamos que revisar si de verdad hemos entendido a Jesús, o si todavía nos falta luz para ver las necesidades de la gente que está a nuestro alrededor. Comprobar nuestra sensibilidad frente al grito del pobre que gime y pide ayuda, por ejemplo. ¿Escuchamos al que se tambalea porque no ve la luz, o fingimos no oírlo? ¿Lo silenciamos, quizá porque tengamos otras cosas más importantes que hacer? El que cree que hay algo más importante que detenerse, escuchar, comprender y ayudar a quien desea encontrarse con el Señor, éste, incluso si cumple a la perfección todas las prácticas religiosas, sigue estando ciego.
Nosotros, discípulos más o menos veteranos, podemos ser también de los que no comprenden al Señor. No comprendemos su silencio, cuando lo invocamos y Él parece no oírnos. Nuestras peticiones no siempre van en la línea de lo que él quiere darnos. Lo que deberíamos pedir en el fondo es que nos dé la luz y el coraje para poder seguirle, y hacerlo hasta el final. El resto de cosas pueden ser ambiciones, que no nos convienen, o son pobrezas, personales o colectivas, que hemos de saber asumir y con la que tenemos que reconciliarnos, para ser compañeros de camino de Jesús.
Deberíamos, más bien, ser de los que ayudaron al ciego a acercarse al Maestro. No es fácil ir a Jesús, y hacen falta intermediarios, facilitadores del encuentro. Por eso, hay que estar atentos. Y hablar con claridad. Quien quiere encontrarse con Cristo debe saber que no le espera una vida cómoda y sin problemas. Bartimeo suelta el manto – probablemente lo único que tuviera en propiedad – y sale corriendo. En otras palabras, para poder ver, debe dejar lo que le ataba a las tinieblas. Y revisar actitudes, comportamientos, costumbres, amistades… Vivir de otra manera, usar los bienes de otra manera, pasar el tiempo de otra manera… Elegir entre el manto y la luz.
Por ir terminando, entonces, esperemos el paso de Jesús; sepamos vivir reconciliados con las limitaciones o pobrezas que tenemos que sobrellevar, por nuestra misma condición humana. Pongamos nuestra esperanza en Jesús, que nos sabrá dar la luz y ánimo para ser sus compañeros permanentes de camino. Pidámosle en cada Eucaristía esa ración de pan que es Él mismo, para poder ser verdaderos seguidores suyos.
Vuestro hermano en la fe,
Alejandro Carvajo, C.M.F.