Comentario al Evangelio del domingo, 29 de octubre de 2023
Alejandro Carbajo, CMF
Queridos hermanos, paz y bien.
En ocasiones, la gente tiene la impresión de que el Antiguo Testamento puede ser una colección de libros incluso crueles. Es verdad que hay textos en esa línea, pero hay también mucha poesía (el Cantar de los Cantares, v.gr.) o, como hoy, textos que sorprenden por su actualidad. Encajarían en el Compendio de la Doctrina social de la Iglesia perfectamente. Se refiere a los extranjeros, muy de actualidad en Europa, y no sólo, y a los huérfanos y viudas. También a los préstamos usurarios y a los empeños. Cosas que hoy igualmente preocupan a mucha gente.
Los pobres judíos del tiempo de Jesús tenían nada menos que 365 mandamientos negativos (cosas que no debían hacer) y 248 positivos (cosas que debían hacer). Era natural que se planteasen la cuestión de cuál de todos estos mandamientos era el más importante. Nosotros no llegamos a tanto. Pero tenemos los 10 Mandamientos… de los que ocho son negativos. Tenemos los cinco de la Iglesia, la regulación del ayuno eucarístico, sin meternos a contar los 1752 cánones del Derecho Canónico, de los cuáles no pocos implican obligación más o menos graves. Y antes de la reforma litúrgica un pobre cura en una sola misa podía cometer un sinfín de pecados mortales.
Hace 33 años, tuve la oportunidad, casi de rebote, de pasar unos días en Taizé. Es un pequeño pueblo que se encuentra no lejos de Cluny, famoso por ser centro de una reforma conventual. Allí, desde la II Guerra Mundial, el hermano Roger de Taizé se dedicaba a acoger gente, al principio, judíos que huían de los nazis, y luego personas que quieren tener una experiencia de Dios. Se ha formado una pequeña comunidad ecuménica, es decir, donde hay cristianos de diversas confesiones, desde católicos hasta protestantes u ortodoxos. En estos años, la Iglesia de la Reconciliación, que es como se llama se ha ganado fama de ser un centro de espiritualidad, un lugar que cada verano visitan más de 8000 jóvenes.
Además de las actividades diarias, de oración, reflexión, silencio, fregado y demás, uno de los atractivos del programa era el encuentro con el propio Roger de Taizé, el sábado por la noche. Todos estábamos allí, en una gran carpa, con una velita cada uno, ansiando las palabras iluminadoras del hermano Roger. Yo esperaba que nos dirigiera un discurso teológico sobre el contenido de la oración, las formas de acceso a Dios, o cualquier cosa parecida. Pues no. Comenzó sus palabras saludando a los diversos grupos que habían llegado ese día, en especial a un grupo de chinos… Hasta Francia habían llegado los chinos. Luego hizo un fuerte llamamiento a la paz – Iraq había decidido invadir Kuwait, qué cosas, hace 33 años ya – y terminó su intervención animándonos a continuar todo lo que habíamos vivido en Taizé, en nuestras parroquias de origen.
Confieso que al principio me decepcionó. Esperaba grandes cosas, y sólo recibí unas cuantas palabras de saludo, de petición por la paz… Nada para llenar muchas páginas en un libro gordo de esos que lee la gente que tiene gafas. Para esto, no hace falta recorrer más de mil kilómetros.
Pero luego, poco a poco, comprendí la importancia de esa reflexión. Nuestra vida diaria no está hecha de grandes cosas, sino de pequeños detalles. Unos que vienen, otros que se van, discusiones, reconciliaciones, fallos, aciertos, penas, alegrías… Así vamos viviendo. Y así tenemos que llevar a la práctica el mensaje del Evangelio de hoy, la norma más importante de la Ley, la del amor.
Los pobres judíos tenían esas seiscientas normas, que debían aprender de memoria en la sinagoga -y a nosotros nos cuesta recordar los 10 mandamientos…- y, con tanta norma, no es extraño que quisieran saber cuál era la más importante. En el fondo, muchos de ellos pensaban sobre Dios, pero no se habían encontrado con Él.
Desde que el hombre se dedicó a filosofar, Dios ocupó un puesto central durante muchos siglos. Con su cabeza dedujo que Dios era Uno, Todopoderoso, Bueno, Eterno, Que lo sabía todo… Se le describió como un Motor Primero, como Ser Necesario, como Causa incausada, como el Totalmente Otro, Inmutable, Trascendente… Todas estas disquisiciones están muy bien, pero nos dejan fríos. Nos produce este Dios un sentimiento parecido a ese gran ordenador que disputó con Kaspárov una gran partida de ajedrez. Nos provocará admiración, nos hará sentir pequeños, nos resultará útil…. pero no será capaz de hacernos vibrar el corazón en absoluto. Y es que el Dios de la cabeza, de las ideas, el de las definiciones, no nos llega, no conecta con nosotros. No nos vale. Casi podríamos decir que no es Dios.
En los últimos tiempos ha irrumpido con fuerza, sobre todo en Occidente, por influjo oriental y de la Psicología, otro modo de entender a Dios. Es una «Energía Universal» que todo lo envuelve, que a todos nos une. Para encontrarse con Él hay que apartarse del mundo, fusionarse con la Naturaleza, buscar la paz interior, la tranquilidad y el estado alfa. Es un Dios que es sobre todo «algo», y que, por tanto, no me ayuda a ser yo mismo, que soy «alguien», ante todo persona, que necesito relacionarme con los otros como algo más que un concentrado de energía vital.
¿Pero es qué no hay un camino sencillo para llegar a Dios? ¿Es posible que Dios haya hecho tan difícil llegar a Él? Dios nos responde como hizo entonces, que su ley no pide más que amor: amor a Dios y por Dios al hombre, o amor al hombre y en él a Dios. En realidad, Dios es amor. Esta es la gran palabra, la única ley que recibimos de Cristo. Todo consiste en aprender esta ciencia, nuestra única asignatura. De ella, y sólo de ella seremos examinados en el atardecer de la vida.
Y como Dios es amor, y nosotros estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, nosotros tenemos que amar. Y no de cualquier manera, sino como Jesús. Esto es lo que caracteriza al cristiano: En esto conocerán que sois mis discípulos. Amaos como Yo os amé. Porque amar, más o menos, lo el mundo lo hace, o dice que lo hace. Pero no importa tanto el qué sino el cómo. Atentos al como yo. Hasta que duela.
Dos tentaciones debemos evitar. En realidad, debemos evitar todas las tentaciones, pero en especial, cuando hablamos del amor a los demás, dos en particular.
1) La tentación de pensar que ya hemos hecho bastante, que ya está bien de amar. Se dice que el amor es por sí mismo difusivo. Si recibimos amor, es para que lo comuniquemos. Dios nos ama no tanto para que le amemos, sino para que nos amemos. Hay que encender el amor, propagarlo como un fuego que debe arder en toda la tierra. Hay que arropar con amor a todos los necesitados. ¿Y quién no está necesitado de amor?
– Mientras haya un niño, un pobre, un enfermo, un anciano, hay que seguir cuidando y amando como nos mandó Jesús.
– Mientras haya un caído, un prodigo, un escéptico, hay que seguir esperando y amando como nos mandó el Señor.
– Mientras haya un marginado, un hambriento, un esclavizado, hay que seguir liberando y amando como nos mandó el Maestro. Siempre hay que seguir acompañando y amando.
2) La tentación de pensar No puedo. Eso no es para mí. No valgo. Parece difícil. Eso mismo pensó una vez un abad, hace muchos, muchos años, viendo caminar a un ciempiés.
¡Qué complicación! ¡Y qué maravilla!: lo hace tan bien que parece fácil. De pronto, a este abad le vino a la memoria una historieta que había escuchado no sabía dónde: "El pequeño ciempiés sintió que debía lanzarse a caminar, y preguntó inquieto a su madre:
– Para andar, ¿qué pies debo mover primero? ¿Los pares o los impares, los de la derecha o los de la izquierda, los de delante o lo de detrás? ¿O los del centro? ¿Y cómo? ¿Y por qué?
– "Cuando quieras andar, hijo mío – le respondió la madre – deja de cavilar y anda".