Comentario al Evangelio del domingo, 4 de agosto de 2024
«Señor, danos siempre ese pan.»
Queridos amigos, paz y bien.
De nuevo en el centro de nuestra meditación el pan. El pan nuestro de cada día, el “maná” que el Señor envió a su pueblo en el desierto.
Este regalo de Dios aparece después de que el pueblo comience a protestar. Suele pasar. Después de la alegría de la liberación, del abandono de la esclavitud, llega el tiempo de la meseta, del día a día. Y surge la nostalgia por la vida anterior. Es un proceso que se puede dar también en la vida espiritual. Los “convertidos” viven los primeros momentos de la fe con alegría y paz. Es el tiempo de la serenidad, de la novedad. Se dejan atrás los vicios, se abandona la esclavitud del pecado y todo se ve de color de rosa. Pero… Llega la rutina, y se empieza a pensar en lo bien que vivíamos antes, sin tener que ir a Misa, sin rezar, sin ser “bueno”… No era una vida, quizá, de la que estar orgullosos, pero tenía sus satisfacciones.
Nosotros también, a menudo, protestamos, porque las cosas no van como a nosotros nos gustaría. Nos olvidamos de que la Providencia de Dios sigue pendiente de todo. A Israel había que educarlo, porque eran un pueblo de dura cerviz. Sin embargo, para nosotros está claro el don de Dios (Jn 4, 10), la gracia que Cristo nos consiguió al morir por nosotros.
Con el envío del maná, Dios demostró que se (pre)ocupaba de su pueblo. Siempre. En los momentos de cansancio, de desierto, recordemos esos instantes en los que sentimos la ayuda, la presencia del Señor en nuestras vidas. Sin nostalgias del pasado, porque como esclavos se vive peor.
Lo recuerda Pablo al comienzo de la segunda lectura: “os digo que no andéis ya más como los paganos, que viven de acuerdo con sus vanos pensamientos”. Se ve que eso de ser “un hombre nuevo” costaba también en los tiempos del Apóstol de los gentiles. Para morir del todo al hombre viejo hay que haber encontrado la perla fina y el tesoro escondido (Mt 14, 44-46). Nosotros, que nos hemos encontrado con Cristo, nuestro tesoro, debemos recordar a menudo por qué hemos decidido vivir de otra manera, con Cristo, como seguidores de Cristo. Él es el Pan de Vida, el que nos colma y sacia nuestra hambre. Por Él merece la pena esforzarse en vivir como Dios quiere. La fe en Jesús nos hace optar por un estilo de vida y unos valores muy concretos y, al mismo tiempo, nos hace renunciar a maneras de vivir distintas a la que Jesús nos propone, a actitudes contrarias al evangelio. La fe en Jesús nos pide y nos exige un testimonio de vida, un testimonio que esté a la altura del mundo en el que vivimos y de las necesidades que hay en él.
Los contemporáneos de Jesús siguen buscándole. “Por el interés te quiero, Andrés”, seguramente. Son las cosas de haber comido en abundancia. El comentario de Jesús es muy adecuado: “me buscáis porque habéis comido hasta hartaros”. Cristo sabe que no siempre nos atrae el aroma de Dios, sino que nos entusiasma el aroma del pan recién hecho, como les pasaba a los judíos. Si supiéramos lo que nos conviene, nuestra petición debería ser no “Señor, tenemos hambre”, sino “Señor, ayúdanos, porque tenemos hambre de ti”.
Quizá es que en nuestro corazón hay mucho ruido, mucha mundanidad, y no nos hace falta buscar a Dios. Y tendríamos que buscarlo permanentemente, como María y José lo buscaron en Jerusalén, como la mujer de la parábola buscó la moneda perdida, el pastor la oveja perdida o como la Magdalena busco al Señor en el sepulcro. La pregunta es, entonces, si busco a Dios. ¿Cómo le busco? ¿Con la curiosidad de Herodes? ¿O no le busco, porque no me responde como yo quiero? Lo dice muy bien santa Teresa de Jesús: debemos buscar, no los dones del Señor, sino buscar al Señor de los dones. Con determinada determinación.
Para buscar a Jesús, tenemos que alimentarnos del Pan de Vida eterna. Se puede hacer de diversas maneras, pero hay dos momentos especiales. El primero es el Pan de la Palabra de Dios. Que el contacto con el Evangelio sea algo habitual; dejar que nos impregne el corazón y la vida, para encarnarlo a lo largo del día.
El otro momento es alimentarnos del Pan de la Eucaristía, comulgando con Jesús. Eso significa entrar en comunión con Él, vivir un estilo de vida que nace de una relación profunda con Jesús, como seguidores suyos. Todo eso, para pensar, sentir amar, trabajar, sufrir y vivir como Jesús. Que sepamos aprovecharlo, que nos alimentemos de él. Que no busquemos a Dios por el interés, como aquella multitud, sino para que sacie, de una vez por todas, nuestra “hambre” y nuestra “sed”. “Señor, danos siempre de este Pan”.
Sería hoy, pues, un buen momento además para recordar que, cada día, es necesario dar gracias a Dios por el alimento, porque es un don de Dios, y bendecirlo, para que, hagamos lo que hagamos, comamos o bebamos, todo sea para mayor gloria de Él (1 Cor 10, 31).
Vuestro hermano en la fe,
Alejandro Carbajo, C.M.F.