Comentario al Evangelio del Domingo 6 de Octubre de 2024
Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
Queridos hermanos, paz y bien.
En todas las épocas ha habido dificultades en el matrimonio. Se ve que no es una cosa nueva. En tiempos de Moisés, en tiempos de Jesús y hoy en día. No es fácil construir un proyecto de vida en común, con una persona, y para toda la vida. Además, las leyes civiles, hasta hace pocos años, no garantizaban la igualdad entre el hombre y la mujer. Había grandes diferencias entre los sexos.
Pues las lecturas de hoy nos hablan del proyecto de Dios para el matrimonio. En esa unión no hay diferencias, los dos se complementan, la mujer es semejante al hombre, y se le da como ayuda. Estas dos palabras, “semejante” y “ayuda” nos explican cómo Dios entiende a la mujer. Siendo iguales, ambos dan continuidad a la obra del Señor, y sin la mujer quedaría incompleto el hombre. Juntos están en el paraíso.
El problema empieza cuando en la relación el egoísmo vence al amor, y se ve al otro como una cosa. Poco a poco se pierde la comunicación, y las decisiones se dejan de tomar conjuntamente. Incluso, en ocasiones, se hace daño al otro, física o psicológicamente, y ambos vuelven a estar sólos, sin compañía, se hacen desgraciados el uno al otro. Surgen las aventuras extramatrimoniales y cada vez se alejan más y más del plan de Dios.
Otros problemas para alcanzar la felicidad son la simple convivencia o las relaciones prematrimoniales, en las que no se da el compromiso pleno y definitivo, la entrega “para toda la vida, con una persona”, de la que nos habla el libro del Génesis. Si se habla de verdadero amor, hace falta un compromiso mayor que la simple atracción pasajera. Por eso la Iglesia recuerda estas cosas, en la preparación al matrimonio.
Comenzamos la lectura de la Carta a los Hebreos. La escucharemos hasta el final del año litúrgico. Durante mucho tiempo, se atribuyó al apóstol san Pablo, aunque ahora los autores han descartado su autoría. Más que una carta, parece una homilía destinada a que los oyentes se mantuvieran firmes en su fe, en la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios, que se hizo nuestro hermano, que se solidarizó con nuestros problemas y debilidades, y que sabe lo que es sufrir. La obediencia a la voluntad del Padre le llevó a la muerte, y una muerte de cruz. No le fue fácil seguir el camino trazado por el Padre, como tampoco lo es para nosotros.
Las preguntas a Jesús tienen como finalidad tenderle una trampa, poniéndole entre la espada de la Ley de Moisés y la pared del amor de Dios. Lo que le dicen los fariseos, lo que la gente entendía era que el divorcio estaba permitido. Los motivos para ese paso, con el transcurso del tiempo, habían llegado a ser muy variados, desde la infidelidad, hasta una comida mal preparada.
El acta de repudio que prescribió Moisés permitía a las mujeres tener una segunda oportunidad, para que no las acusaran de adulterio, si se unían a otro hombre. La pena por adulterio, ya sabemos, era la muerte por lapidación. Una ligera mejora en el estatus de las esposas. Lo que hace Jesús es romper con la concepción de su pueblo, negando cualquier posibilidad de divorcio, porque queda fuera del plan de Dios. El repudio lo han introducido los hombres, y destruye la unidad querida por el Creador.
Jesús vuelve a presentar a sus contemporáneos el plan original de Dios, que excluía el divorcio. El amor de los esposos, que está en el origen del matrimonio, supone entrega mutua, sacrificio por el otro, ser fecundos y formar una familia. Ese es el plan primigenio de Dios, que ha prometido estar junto a los que empiezan ese camino, acompañando, ayudando a sobrellevar las dificultades, para que sean un espejo del amor divino y puedan ser fieles y felices.
La pregunta que muchos se hacen es: “¿cómo hacer hoy para que ese proyecto de vida no se rompa, por la infidelidad, por la rutina, por la indiferencia?” Es muy importante recordar los valores que deben trabajarse cada día en la pareja: la fidelidad, el cuidado diario del afecto y la convivencia, la escucha, el perdón… Todo ello ayuda a andar juntos el camino. Y no nos olvidemos de la oración en común, para sentir el apoyo de Dios en las crisis y dificultades. Entre todas las oraciones, debe ocupar un lugar especial la Eucaristía. Es precisamente en la Eucaristía donde recordamos este misterio de amor del amor de Dios, y en ella es donde los esposos deberían alimentar su vocación al amor.
Termina el Evangelio hablando de los niños. Y de la necesidad de ser como niños, para entrar en el Reino de los Cielos. No se trata de ser infantiles, sino, quizá, de tener la capacidad de los niños de aprender permanentemente. Ser capaces de sentir la curiosidad para seguir haciendo preguntas, interesarse por ver todo con otra mirada y poder alegrarse con las cosas pequeñas. Y olvidar rápido las ofensas, y perdonar. Estas son las cosas que los niños pueden enseñarnos, y que nos permiten acercarnos más a Dios. No pensar que lo sabemos todo, que conocemos todo de los otros – incluido el cónyuge – y dejar que Dios sea Dios. Con sus ritmos, con sus tiempos, pero confiando. Como un niño en los brazos de su madre. Ojalá podamos vivir así. Todos saldremos ganando.
Vuestro hermano en la fe,
Alejandro Carbajo, C.M.F.