Comentario al Evangelio del Domingo, 7 de julio de 2024.

Fecha

07 Jul 2024
En curso…

¿Qué sabiduría es esa?

Queridos hermanos, paz y bien.

Llegamos a la decimocuarta semana del tiempo ordinario. La cosa, en esta ocasión, va de salida. Eso que el Papa Francisco nos recuerda a menudo, lo de la “Iglesia en salida”. M parece que a Ezequiel no le venía muy bien. A Jesús, tampoco. Se le complicó la vida, en cuanto salió de casa. Y a Pablo, en la segunda lectura, tampoco le solucionó la vida esa entrega. Vayamos por partes.

Al profeta Ezequiel le envía el Señor a hablar a los desterrados del pueblo de Israel. No importa si la culpa de la deportación ha sido de los desterrados o no, lo que llama la atención es que Dios no abandona a los suyos. Nunca. Y se sirve de gente normal para despertar a su pueblo. De un hombre cuya única cualidad es la de haber sido llamado por Dios. No olvidemos que profeta no es el que adivina el futuro, ni el que hace innumerables milagros, sino la persona que habla en nombre del Señor. En este caso, llevar a los desterrados en Babilonia la Palabra. El consuelo, porque, a pesar de todo – a pesar de estar lejos de casa, sin templo, sin sacerdotes, sin esperanza – el Señor está con ellos.

No es muy alentador el envío. “Ellos, te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos.” Ya vendrán tiempos en los que ese anuncio dará fruto, de momento, hay que sembrar, hay que trabajar, y dejar a la conciencia de cada uno la reacción. Lo importante es que Dios no deja de enviar señales, para que todos nos arrepintamos y volvamos a casa.

Decía al comienzo que, a Pablo, eso de ser mensajero no le arregló la vida. El Apóstol de los gentiles nos habla de ese “aguijón” clavado en su carne. Una espina que no le deja vivir. Podríamos pensar que su posición sería una garantía, un seguro frente a accidentes y enfermedades. Pues no. Nosotros a menudo nos quejamos de que Dios no nos escucha, no reacciona, no nos da lo que pedimos, cuando se lo pedimos… Con todos los méritos acumulados por Pablo, y no se cura. La cuestión no es lo que queremos o pedimos, sino lo que Dios nos tiene preparado. A Pablo, Dios no le quita la incomodidad, la enfermedad, sino que le da la fuerza para poder superarla. Porque ya sabemos que Dios se manifiesta a través de seres débiles. Por eso no libra de las enfermedades, de los defectos, del cansancio…

Cuando bendigo un piso, lo primero que les digo es que el agua bendita no es una garantía de que el vecino de arriba no dejará el grifo abierto o de que nunca se irá la luz. Más bien, es la expresión de nuestro deseo de que Dios esté presente en nuestra vida. En todos los momentos. De ese modo, nos transformamos en cooperadores del Señor. Con todo lo que somos, con nuestro carácter, con nuestro estilo, con nuestras debilidades y con nuestras dudas. Como santo Tomás, que también dudó, y en el momento definitivo, confeso a Cristo como su Señor y su Dios. No nos asustemos de la debilidad, ahí podemos ser fuertes con el Señor. Porque entonces reconocemos que no somos todopoderosos. Como Pablo. Que no encontró la respuesta que él esperaba, pero encontró una respuesta mucho mejor: se sintió respaldado por el amor de Dios, la fuerza de Dios se realizaba en su debilidad. Dios quiere siempre nuestro bien, pero nos ha hecho limitados y no quiere librarnos de las dificultades y contratiempos que se derivan de nuestra limitación humana.

Incluso a Jesús las cosas no le salieron demasiado bien. Cuando está tranquilo en su casa, sin llamar la atención, trabajando en el taller, no tiene problemas y nadie le dice nada. Ahora bien, cuando comienza a hablar del Reino de Dios, a intentar cambiar las normas rituales y religiosas, todo se complica. Porque su ofreci­miento del Reino de Dios era un ofreci­miento muy abierto, nada exclusi­vista, no reservado a ningún sector con méritos especia­les, algo parecido a lo que se nos dice de quienes entran en la legión: que se les admite sin pregun­tarles por su historia anterior.

El resultado final es el conflicto. El Mesías, el Salvador, es alguien muy espera­do, pero cuando se presenta no se le reconoce. Es un drama para Jesús y un drama para su gente. Jesús era para ellos un «viejo desconocido». Sabían con precisión unos cuantos parentescos suyos: su madre, sus hermanos, sus herma­nas. Pero ni siquiera se asomaron al otro parentesco profundo, el que nos presenta el evangelio de Marcos al comienzo y al final: Jesús, el Hijo de Dios. Se quedaron en la superficie; no llegaron a la verdad.

Sus paisanos reaccionan, por un lado, con sorpresa ante la sabiduría de esas palabras, que no eran como las de los escribas y fariseos. A la vez, se sorprenden por los milagros que realiza. Por otra parte, se asustan ante los cambios para su vida (social, comunitaria, religiosa…) que implica. Parece que todo está ya pesado, contado y medido. Y llega el terremoto del mensaje de Cristo.

Quizá el mensaje fundamental que podemos recoger es sencillamente éste: Jesús es para ti lo que tú le dejas ser. Los vecinos de su pueblo no le dejaron ser otra cosa que un vecino más, en lugar de dejarle ser lo que realmente era y manifestaba ser: el portador de la salud y de la salvación. Sí: Jesús es para ti lo que tú le dejas ser. Pregúntate: ¿me abro suficiente­mente al encuentro con Él? ¿Es para mí también «un viejo desconocido» de tanto creer que lo conozco?

Vuestro hermano en la fe, Alejandro, C.M.F.

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