Comentario al Evangelio del domingo
“Yo soy el pan vivo”
Queridos hermanos, paz y bien.
Este domingo, el libro de los Proverbios nos recuerda una necesidad de nuestro tiempo: necesitamos una cultura del sentido, rica en conocimiento y verdad, comunicable. No importa cómo nos encontremos, ni la edad que tengamos, a todos nos hace falta conocer el sentido de la vida. Basta cobrar conciencia de nuestras pobrezas y desear ser iniciados en esa cultura. La comunión con el Señor y nuestro discipulado nos ofrecen las raciones necesarias de verdad y palabra.
La segunda lectura nos remite a otra necesidad propia de los creyentes: la de estar preparados para los tiempos críticos de la fe que han venido y siguen viniendo. “Aprovechad la ocasión”. La palabra griega usada, “Kairós”, tiene el sentido de oportunidad, de posibilidad. No es un tiempo genérico, sino un momento favorable, que podemos aprovechar para mejorar, para cambiar a mejor. El cristiano, como hijo de Dios, puede reconocer su presencia e intentar cumplir su voluntad, para poder ser feliz.
Por eso conviene no abusar del vino, que es mal consejero. Mejor, dedicarse a la oración, para dar gracias a Dios y, como María en el “Magnificat”, agradecer todo lo que Él ha hecho por nosotros. Que es de bien nacidos ser agradecidos. Porque en la vida de cada uno hay suficientes momentos para reconocer el paso de Dios por ella. Y cada día intentar cumplir lo que Dios quiera de nosotros.
Los evangelios de todos estos últimos domingos están llenos de olor a buen pan. El Señor nos viene diciendo que Él es el pan bajado del cielo, el pan vivo, que quien come de este pan tiene vida eterna. Y se pregunta uno por qué al Señor Jesús se le llama el Buen Pastor, y nunca ha cuajado el título del Buen Pan o del Buen Panadero. Todo el evangelio huele a pan recién hecho…
– Belén, donde el Señor nació, se traduce por la Casa del Pan
– Cuando Jesús siente pena por la multitud hambrienta lo que multiplica es pan.
– Cuando nos enseña a pedir lo que necesitamos, nos enseña a pedir el pan nuestro de cada día.
– A la pobre cananea le dice que no está bien echar el pan que comen los hijos a los perros y la cananea le rebate que los cachorrillos comen las migajas de ese pan debajo de la mesa
– Y al despedirse de nosotros con la promesa de que estará con nosotros hasta el fin de los tiempos nos deja su Cuerpo en pan para ser alimento de nuestro camino.
Con el evangelista san Juan, paso a paso recorremos este capítulo sexto. Queda todavía un último tramo, la encrucijada ante la palabra de Jesús. Será el momento de que los discípulos tomen la palabra, y decidan qué hacer. Hoy, todavía es el Maestro el que tiene la palabra.
Vuelve a presentarse como el Pan de vida bajado del Cielo. Y repite las palabras que ya hemos escuchado, “«mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». Para entender estas palabras, hay que tener en cuenta toda la vida de Jesús: su camino, su destino, su entrega. Esa entrega fue total, se vació de sí para que nosotros pudiéramos vivir. Comer su carne y beber su sangre es abrirse en la fe a Él, para participar en ese camino, en ese destino, en esa entrega.
«Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». Ahí se nos revela una misteriosa dimensión materna del Señor: lo mismo que la madre, en el seno, da de su propia sustancia al hijo, y lo hace viable; lo mismo que, una vez nacido, lo amamanta con su propia leche, y lo hace más viable; así Él da su propia carne y su propia sangre, y nos va haciendo viables. El hijo recibe de la plenitud de la madre; Nosotros recibimos de la plenitud del Señor. Lo mismo que el hijo ha estado literalmente entrañado en la madre (y la lleva entrañada), nosotros estamos entrañados en Él y hemos de entrañarlo en nosotros (comunión sacramental).
«Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». Jesús no es agua engañosa que no apaga la sed, ni vino que aturde y entontece, ni soledad sin caminos, ni senda perdida o vía cortada.
Esta fue la enseñanza profunda y autorizada que dispensó Jesús en Cafarnaún. Sus características esenciales giran, más que sobre el sacramento en sí, sobre el misterio de la persona y de la vida de Jesús, que se va revelando de manera gradual. Ese misterio abarca en unidad la Palabra y el sacramento. La Palabra y el sacramento ponen en marcha dos facultades humanas diferentes: la escucha y la visión, que sitúan al hombre en una vida de comunión y obediencia a Dios.
A mi carne, perecedera y destinada a la muerte, se le ofrece hoy la posibilidad de la vida eterna a través de la carne resucitada y, por consiguiente, incorruptible del Hijo. La vida eterna, la vida de Dios, la vida bienaventurada, la vida feliz, la vida sin sombra, sin duelo y sin lágrimas, llega a mí a través del Hijo, a través de su carne, que se hace pan para comer. La Eucaristía me pone en contacto con la vida eterna, me permite vencer la muerte y la infelicidad. ¿Qué don puede haber más deseable? ¿Puedo pedir algo que sea más que la vida eterna?
En la Eucaristía está presente todo el deseo de comunión de Dios conmigo, su deseo de que yo acepte su don como acto de amor, que comprenda la importancia única que tiene su Hijo para mi vida y para mi realización. La vida llega a mí desde el Padre, a través de la carne del Hijo, gracias a la mediación de la Iglesia apostólica, que celebra la eucaristía para que también yo, con mi carne purificada y entregada, me vuelva puente para hacer llegar al mundo la vida. ¡Este es el misterio de nuestra fe! La carne es verdaderamente «el fundamento de la salvación» (Tertuliano).
Vuestro hermano en la fe,
Alejandro Carbajo, C.M.F.